Mis vecinos


Víctor
Estrella me cae bien. Los jueves abre su puesto en el mercadillo del pueblo. Sólo vende ropa de mujer y por eso yo no le compro nada. Pero mi hermana Macarena sí lo hace. Estrella es un poco carera, pero tiene la ropa de buena calidad, siempre marcas legales.
A su marido, Antonio, le llaman el Pinocho. El nombre es muy sospechoso para un gitano, pero el caso es que Antonio vende y compra caballos y todavía nunca ha engañado a nadie.
Hablo de Estrella y de Antonio porque viven junto a mi casa, pared con pared, y somos amigos desde siempre. Tienen seis hijos y tiene que trajinar mucho para criarlos. La chica mayor es muy guapa, tiene ya más de dieciséis años. Los demás son todos unos chinorrillos.
La vida les va bien, ahora tienen tres coches, uno es un mercedes nuevo. La fragoneta, también mercedes, no la guardan ya en el pajar de casa: la dejan en la calle con los hierros del chiringo para los mercadillos.
Y los dos, Estrella y Antonio, cobran una paga asistencial, pues no tienen dados de alta ninguno de sus trapicheos.
–Pinocho –le dice José, el del bar– cuando hacienda reflote tu economía sumergida, no vas a tener nariz suficiente para pagar la multa.
–¡Pero qué dices, payo!, si yo no tengo nada, si hasta el mercedes es de mi tía, que está jubilada. A ti sí que te van a pillar, José, que no declaras el alquiler que les cobras a los rumanos por la casa de la carretera.
–No des voces, Antonio, no hace falta que se entere también la Guardia Civil de lo que hablamos –protesta el camarero.
–No te preocupes, José, que los civiles no se chivan, son buena gente, yo respondo de ellos, que soy gitano –contesta el Pinocho.
El Pinocho y la Estrella son los mejores vecinos que yo he tenido nunca.

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