Sentada del 19 de mayo de 2011

SOLTAR LA MUÑECA
Conchi
Siempre me ha gustado pintar.
Cuando yo era medio pensionista en el CAMF de Leganés (por la noche me iba a casa a dormir) me valoró Ana, la terapeuta ocupacional que trabajaba aquí por entonces. Me hacía coger con unas pinzas de depilar un montoncito de lentejas y meterlas una a una en un vaso. Luego me tenía preparado el palo de castigo, como lo llamo yo, que consistía en pasar una cuerda por un montón de anillas. A mí no me gustaba nada aquello porque casi no puedo estirar los brazos y me costaba un huevecillo pasar la dichosa cuerda por las anillas. Pero así es como se dio cuenta Ana de que yo podía pintar con la mano izquierda y se lo dijo a Fernando, que era el que llevaba el taller de plásticas por entonces.
Y así empezó mi afición a la pintura. Al principio sólo pintaba cuadros infantiles: Mickey Mouse, un oso en un árbol, el castillo de la Bella Durmiente... porque Fernando no se molestaba mucho en buscar temas nuevos. Después, cuando Fernando se fue a La Vaguada, vino Carmen, que se empeñó en que pintase cuadros grandes y yo, como no puedo estirar los codos, tenía que darle vueltas al cuadro para llegar a todas las partes. A mí no me gustaba, pero por suerte Carmen estuvo poco tiempo.
La sustituyó Cristina. Al principio me atendía muy bien, me ponía las gafas, la bata y me colocaba la pintura para que yo pudiese mezclarla, pero con el tiempo se fue enfriando la cosa, porque entró gente nueva al taller que no la necesitaba tanto como yo y se fue haciendo vaga, la molestaba tener que ayudarme y me dio de baja. La excusa que puso es que me iba a cagar en mitad de la clase y la tocaba quitarme la bata y las gafas y volver a ponérmelas cuando volvía del servicio. Y yo qué culpa tenía, si empezaba a tener problemas con los divertículos en el colon y me daban dos sobres de laxantes. Y, claro, eso no hay Dios que lo aguante, me daba el apretón en mitad de la clase y tenía que ir corriendo a que me pusiesen al WC. Ella me insistía en que soltase la muñeca, pero a mí lo que se me soltaba era otra cosa.
Ahora he vuelto al taller porque hay un nuevo profesor más comprensivo, que hasta me mezcla las pinturas porque hacía mucho que no pintaba y ya se me había olvidado como hacerlo.
Otra cosa que ha cambiado es que ya no me cago (literalmente) en mitad de la clase, porque mi madre lo controla: me da sólo una cucharada de laxante por la noche y cago benditamente antes de levantarme. Así es que ahora voy muy feliz y con los intestinos bien limpitos al taller de plásticas. ¡Y cómo se nota en los colores cuando pintas con el cuerpo relajado!
Pues ahora que ya sé lo que es pintar después de cagar, estoy deseando averiguar lo que será pintar después de follar, ¡qué blancos pintaría! Pero para esto no voy a poder contar con mi madre, no sé si a ella le motivaría.


PADRES E HIJOS
Carmen
El padre de Laura tomó cartas en el asunto. Su hija no podía continuar a la deriva o naufragaría su vida.
–Laura, hija, ¿qué te pasa? Nos estamos gastando un dinero para que apruebes, pero no das ni golpe. Saca por lo menos los cursos, que no haces nada. ¿Ves tu hermana Yoli? Es más pequeña y saca sobresalientes, y lo hace sin profesor de apoyo ni nada. Siempre andas en las nubes, Laura.
–Papá, las ecuaciones no hay quien las coja, son un rollo. El estudio no es para mí. Lo que yo quiero es montar a caballo.
–Lo justo, justo lo que tú necesitas es ir a pintarla por ahí, a un picadero. Saca el curso y termina la ESO. Si no quieres seguir, te pones a trabajar y te pagas tus caballos.
–No, papá, estoy aburrida, no voy a sacar el curso.
–Si te pones terca, yo también me pondré terco.
Y Laura dio con sus huesos en un colegio de Teresianas, lejos de sus amigas de siempre, pero no de sus sueños de siempre.
Las monjas eran más aburridas que una mañana de martes, por lo que Laura tenía tiempo para estudiar y para hacer nuevos conocimientos. Y la primera, Arantxa.
–Qué bien te mueves –le dijo Laura el día que la conoció–, parece que tuvieras muelles por músculos.
–Es que hago equitación, pero estoy harta de caballos, en el picadero no hay tíos macizos.
Y Laura ya no se separó de Arantza. Su familia era de freakys con pasta y Laura comenzó a acompañar a su amiga al picadero y a montar el caballo de su amiga. Allí conoció a Ruperto, un viejo jockey que ahora vivía de enseñar a niñas pijas como Arantxa a amar a los caballos.
Ruperto había observado cómo Laura acariciaba al caballo y ya por ese gesto había descubierto que ella no era una más.
–Necesitas un profesor y yo soy el mejor.
–No tengo para pagarte.
–Perfecto. Yo necesito un mozo para limpiar las cuadras que no me espante a los caballos, y tú puedes ser ese mozo, Laura.
Así tropezó Laura con su sueño. Ruperto la enseñó todos los secretos de la doma y la equitación y Laura comenzó a estudiar ese primer día, interesada como estaba en saberlo todo de los caballos.
Con el caballo de Arantxa ganó su primera carrera en el hipódromo de la Zarzuela. Y mientras terminaba Veterinaria en la Complutense, comenzó a correr en Francia y en Inglaterra. Los caballos que ella montaba ganaban todas las carreras.
Qué lejos le quedaban ahora las discusiones con su padre. Nunca lo pudo perdonar que la metiera en las monjas, pero Laura reconocía también que la vida tiene sus misterios y sus cachondadas.


AMISTAD
Peva
Amistad es una palabra exquisita que hay que cuidar más que el oro, o sea, más que un barril de petróleo. Porque la amistad es muy difícil de alcanzar. Esas personas que se llenan la boca diciendo que tienen muchos amigos están bacilando conmigo, pues lo que dicen es una pura mentira. Esas gentes confunden a los grandes amigos con un acompañante, uno de esos tipos que te acompaña de vez en cuando un tramo del camino porque se aburría solo como tú, y tomáis juntos un café, si no es que se arrimó para sablearte –Pues sí, pero mejor que pagues tú, porque yo no tengo un duro. Estos amiguetes lo son de un día y no hay que malgastar con ellos una palabra tan especial como amistad. Te encontraste con ellos y te da corte decirles que te estás meando y en este momento no puedes, pero no hay más que eso. Confundir conocidos con amigos es vivir engañados. Yo, lo confieso, sólo tengo un amigo. ¿Y sabéis cómo lo encontré? Os lo cuento, aunque no sé si os servirá para mucho. Un día que estaba especialmente sola y receptiva, porque si no tienes buen ánimo es mejor que ni lo intentes, me dije a mí misma que tenía que buscarme un buen amigo, aunque sólo fuera para hablar, y cogí mi moto y me fui lejos, lo más lejos que pude. Dejé atrás la ciudad, o sea, Madrid, y cuando me aseguré de que aquello era campo busqué como una loca un pajar, por allí tenía que quedar alguno. Pues lo encontré, que no fue fácil, el pajar. Y me puse a la tarea, pues sabía que allí, en aquel pajar estaba mi única oportunidad de encontrar a un amigo. Me puse a buscar la aguja y no paré hasta dar con ella. ¡Cuánto no aprendí yo en aquellos días y años de pajar, aguzando la vista, cultivando la paciencia y mirando en la oscuridad! Porque los días y los años también tienen noches y en las tinieblas también hay que buscar. De hecho, a mi amigo lo encontré en las tinieblas, o sea, un poco pedo, el pobre, pero yo estaba preparada. Y no se ha vuelta a emporrar solo, que para algo somos amigos. Ahora lo hacemos juntos.

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