Sentada del 7 de mayo de 2009

(Continuamos con la publicación, iniciada en la sentada última, de relatos largos, escritos por los adredistas para los concursos que, con motivo de las Fiestas de Primavera del CAMF de Leganés, aniversario de su apertura e inauguración oficial, se han convocado en el centro en años pasados. Nerviosos esperamos el fallo del presente año) Escribiradrede


EL TÍO Y EL SOBRINO
José Luis
Había una vez dos hermanos que se querían mucho. Uno era minusválido, el más pequeño, y sus movimientos siempre habían sido muy originales, tanto al caminar, que no caminaba y utilizaba silla de ruedas, como al hablar, que había que escucharle para entender lo que decía, o cuando miraba, que era un lince.
Y el minusválido, como las mujeres suelen pedir tantas explicaciones, pues le daba vergüenza salir con ellas y se había quedado soltero. El hermano mayor, sin embargo, no tenía estos problemas, se había casado e iba a tener su primer hijo.
Y le preguntó a su hermano minusválido si quería ser el padrino. Estos compromisos existen en todas las familias, pues nadie mejor que un tío para enderezar a los sobrinos que se tuercen, que suelen ser todos los sobrinos desde el momento mismo de nacer.
Por supuesto que el tío aceptó apadrinar al niño, pues se sentía, por su proverbial perspicacia, muy valido y muy capacitado para la tarea.
Por fin llegó el día del bautizo y el cura se quedó de piedra porque nunca había visto un padrino tan original como el hermano del padre del catecúmeno.
Como a ninguno de los presentes les parecía raro aquel padrino, incluido el sobrino mismo, que era el único no cristiano de entre todos ellos y que por eso lo llevaban a bautizar, el cura se creyó en la obligación de intervenir.
Preguntó por los padres de la criatura y se identificaron el hermano mayor y su mujer. Cuando el cura les preguntó que qué era aquello, ellos contestaron humildemente que un bautizo. “Eso”, insistió el cura, señalando al hermano minusválido. “Eso es el padrino”, contestaron los dos con igual recogimiento.
“Pero, vamos a ver, ¿su hermano es consciente del compromiso que contrae?” El cura había perdido del todo la paciencia y estaba levantando mucho la voz. Tanto fue así, que el hermano minusválido se enteró al fin de lo que estaban hablando en aquel aparte.
Y tomó la palabra, con la consiguiente confusión, pues ya se ha dicho que al hermano minusválido sólo le entienden los que le escuchan. Y el cura no escuchaba.
Lo que dijo no fue breve: “No sé usted, señor cura, pero mi dios es el de los limpios de corazón y el de los presos y el de los pobres y el de los enfermos y el de los tullidos y el de las prostitutas y el de los leprosos y por ahí”.
“¿Qué ha dicho?”, preguntó escandalizado el cura, pues no se había dignado escuchar. Y el padrino volvió a repetir su credo, solo que mucho más enfadado ahora. Y añadiendo al final que había repetido su fe para que nunca la volviese el cura.
“¿Pero entiende su compromiso con el catecúmeno y con la iglesia?”, volvió a preguntar el cura, dirigiéndose al hermano mayor. Este, como siempre ha escuchado a su hermano, pudo traducir lo que había dicho, resumiendo mucho: “Ha dicho que sí”, tradujo para el cura.
Por fin empezó el bautizo y el hermano mayor prefirió coger él mismo al bebé mientras el cura le echaba el agua, no fuera a ser que al hermano se le escurriera el crío con los espasmos y lo golpease contra el fondo de la pila bautismal. Y para que quieres más si sufre algún desperfecto el mueble, con semejante cura. Su hermano minusválido estuvo de acuerdo. Y por fin se terminó el bautizo con bien.
Luego hubo un pequeño refrigerio para la familia y el minusválido estaba contento, pues el cura no había conseguido distraerlo de su compromiso de meter en cintura al sobrino para enseñarle de qué va esto.
Este cuento lleva una moraleja: hay que comprobar la preparación de una persona antes de darle cualquier responsabilidad y no confundir al pastor con los que llevan sotana.


QUE TRATA
DE CÓMO CHISPITA ENCONTRÓ A SU FAMILIA

Pilar
Terminaba el último partido de la selección española en el mundial de Corea y comencé a oír maullidos. No estaba muy segura de que fueran reales. Íbamos a perder otra vez en cuartos de final y no me lo podía creer. Los maullidos los oía a pesar de tener el televisor muy alto. Sentía que estaba alucinando. No sé ya qué me ponía más nerviosa, si aquellos gritos de gato o la tristeza del resultado del partido.
Faltando tres minutos, apagué el televisor y salí a la calle. Ahora oía al gato cada vez más cerca, no podía estar lejos, no podía ser una alucinación. Un sexto sentido me decía que esos gritos estaban dirigidos a mí.
Me habían regalado a mi gato Felipe hacía dos meses. Era muy chiquito, un minino atigrado, gris, muy travieso y juguetón. En este tiempo me arañó todos los muebles, las cortinas, la colcha, las puertas. Los que peor lo pasaban eran mis peluches. Tenía celos de ellos y los arañaba, pero nunca llegó a desbaratarlos y terminó haciéndolos de la familia. Dormía a mis pies. Se metía dentro de la cama, entre las sábanas, llegaba hasta mis pies y allí se acurrucaba hasta despertar al día siguiente. Y siempre lo hacía antes que yo. Entonces, se subía hasta mi pecho y me besaba en la barbilla con su lengua de pinchos y me despertaba.
Tomaba el sol en el alfeizar de mi ventana. Como era muy pequeño, yo lo subía desde mi silla de ruedas. Vivíamos solos él y yo, aunque para mí trabajaban, por horas, tres asistentes personales y alguna siempre andaba por allí, salvo en las noches, que nos las pasábamos solos Felipe y yo. A Felipe le encantaba ponerse al sol y se pasaba muchas horas en el alfeizar.
Una mañana, no había llegado aún la asistente personal y la mesa del comedor continuaba muy cerca de la ventana, todas las noches la corría yo, pues allí dejaba el teléfono y el avisador de teleasistencia para tenerlos más a mano. Hacía mucho calor y la ventana estaba abierta. Felipe había crecido en estos dos meses y por las faldas de la mesa se había subido a la ventana.
Lo vi allí dormido y, de pronto, no lo vi. Se había caído a la calle, detrás de la casa, y oía sus maullidos pidiendo auxilio. Yo continuaba acostada, no podía levantarme sola, estaba esperando a la asistente personal, que se retrasaba. Fueron los minutos más largos de mi vida.
Cuando, al cabo de diez minutos, llegó ella y le conté angustiada el accidente de Felipe, salió corriendo, pero ya no estaba el gato en la calle. Había desaparecido.
Vivía en Velilla y busqué a Felipe calle por calle. Sentía un vacío enorme, un dolor que no era físico, como una angustia que me hacía llorar. Pregunté a todo el mundo, a la gente conocida y a la desconocida, en los portales, en las tiendas, y sobre todo a los barrenderos, pues había muchos gatos abandonados que merodeaban en los cubos de la basura. Ni rastro de Felipe. Yo no comía, no dormía. Había comenzado el Mundial de Corea, me gusta el fútbol, pero ni Camacho ni Raúl me podían distraer de mi pena. Perdí once kilos durante aquellos días.
Este gato era muy importante en mi vida. Me lo había regalado una gran amiga, que me dejó un poco más sola cuando se fue a vivir a Canarias. Pero es que además Felipe se había hecho mi mejor confidente durante estos dos meses de convivencia.
El gato estaba maullando en el portal de mi vecina Rosa. No era una alucinación. Yo conocía esos maullidos. Podía ver al gato tirado en el suelo todo lo largo que era, pero dos peldaños me impedían el acceso al portal. Era Felipe, seguro. Grité a Rosa, que por suerte estaba en casa.
Salió corriendo, cogió al gato en brazos y volvimos para mi casa. En una toalla empapada de agua envolvió al gato, lo limpio, lo refrescó, lo hidrató un poco. Estaba magullado y no se tenía de pie, pero entonces abrió los ojos y pude reconocerlo. Felipe tenía los ojos más grandes y alegres del reino de los gatos, sólo él podía mirar así a pesar de no estar pasándolo muy bien ahora mismo. Esa mirada era la de mi Felipe.
Envuelto en la toalla, se refrescó un poco y algo se repuso. Estaba muy magullado, había intentado entrar en casa y se había caído de la valla repetidamente. Consiguió ponerse de pie al cabe de un rato y le dimos de comer y de beber. Comió, bebió, y quiso subirse a la cama, pero no podía. Rosa le ayudo a subir y se quedó frito durante toda la tarde, más de siete horas.
Aquella noche Felipe volvió a dormir conmigo, a mis pies, como siempre. Y volvió a despertarme con su lengua rasposa lamiendo mi barbilla. En estos día yo no había perdido la esperanza de encontrarlo, pero ahora mismo, al tenerlo otra vez sobre mi pecho, me parecía mentira.
Por la mañana lo llevé al veterinario, que lo reconoció y me confirmó que estaba magullado, pero que no tenía ningún hueso roto, y que había estado bien alimentado. Le puso un collar muy bonito, de cuadritos de colores, antiparasitario, con cascabel para que no se volviera a perder. Y una inyección con analgésico por si las magulladuras le dolían demasiado.
Volvimos a casa, lo dejé entre mis peluches, en la cama, y volví a salir a la calle, pues tenía que hacer muchos recados.
Cuando regresé, de pronto, a la puerta de casa, en la acera, veo a Felipe que está maullando y arañando mi puerta, como queriendo entrar. ¿Pero qué había pasado? ¿Cómo se había vuelto a escapar si lo dejé todo cerrado? Llamé a Rosa, pero salió Jose, su marido, pues ella no estaba en casa. Me ayudó a coger al gato y lo metimos dentro otra vez.
Entrábamos con un gato en brazos y, de pronto, veo a Felipe que continúa dormido en la cama, y bien dormido, sin duda que como consecuencia del analgésico. Yo alucinaba, se me pusieron los ojos a cuadros.
El intruso también había visto a Felipe. No perdió el tiempo. Se tiró de los brazos de Jose y salió corriendo hasta la cama. Se subió y comenzó a lamer al Felipe hasta que lo despertó.
Fue cuando me fije que el intruso no tenía el collar. Pero los dos gatos eran iguales, absolutamente iguales, salvo en los ojos. Los ojos de Felipe eran alegres y juguetones como las estrellas, pero los del intruso eran pacíficos y tranquilos como la hierba del prado. Los dos gatos tenían los ojos verdes.
Era tan suave el intruso, y parecía tan sabio y reposado, que lo llamé Chispita. Ahora me explicaba quién le había alimentado a Felipe. Había sido este gato callejero el que lo había enseñado a sobrevivir.
Perdimos el mundial pero yo iba a tener dos gatos. Chispita nos adoptó a Felipe y a mí y se quedó a vivir con nosotros para siempre.


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