Sentada del 25 de junio de 2008


En cualquier página del periódico –incluso en la primera, en este caso ha sido en la última– puede leerse una verdad. Este era el titular: La literatura es un fenomenal acto político. Lo es la literatura, toda, por la misma razón que lo es la información o cualquier programa de televisión, lo mismo da el más basura que el menos, incluso el más basura de todos, el fútbol u otro cualquier deporte retransmitido en directo. La audiencia o las ventas no hace que un libro o un programa sea más basura que otro, sólo mide la eficacia política del mismo. En cualquier página del periódico puede leerse una verdad. Lo raro será reparar en ella. El ruido es tal en esta sociedad de la información, es tal la cantidad de mensajes seleccionados que se nos ofrecen como información, está tan bien cuidada y es tan abundante la mentira, lo mismo en literatura que en cualquier otro canal de transmisión de mensajes, que una verdad o muchas –recuerden, la verdad es un momento de la mentira– no distorsionará los resultados finales de la encuesta y la mentira continuará aturdiéndonos. Quedémonos sin embargo con esta verdad, la literatura es un acto político. De cada cual dependerá, de cada autor, de cada lector, si engordamos la corriente de la mierda o la adelgazamos con nuestras creaciones y nuestras lecturas.


UN TOQUE DE ATENCIÓN
Carmen
Laura es una adolescente muy estudiosa. Ha llegado de Ecuador hace unos meses y sabe que en el estudio está su oportunidad para dejar de limpiar casas, que es a lo que se dedica su madre. Le gusta estudiar y no le gusta hacer las cosas de la casa, las camas, el polvo y eso.
Todas las niñas la miran más o menos raro por su piel negra. Pero hay una, la hija de un concejal, especialmente retorcida. Se llama Ana y saca las peores notas de la clase. No puede ver a Laura, no puede aceptar se sea mejor estudiante que ella.
Ana se ríe de ella por todo. Sobre todo, por sus vestidos y por su acento, pues Laura no puede evitar ser pobre ni puede evitar ser hija de su madre.
–¿Tanto te gusta ese vestido, que no te lo quitas nunca?
–Para dormir.
–¿Pero tienes pijama?
–También sé duerme sin pijama.
–¿Qué? ¿Tu padre no trabaja?
–Para pagar el alquiler. Me compraré otro vestido en la rebajas.
–Pues qué bien.
Y la invitó a su casa, por si le valía algo de su ropa, la que se le había quedado pequeña.
Quería tener más motivos para reírse y, camino de su chalet, consiguió que la cría se perdiese, la abandonó en medio de un barrizal y Laura volvió a su casa muy tarde y con su único vestido hecho jirones.
Desde aquella tarde, Laura sabía a qué atenerse respecto de esta chica caprichosa y estúpida. Llegaron las rebajas, se compró al fin ropa y, un día, invitó a las amigas de Ana a bailar salsa en un local que ella frecuentaba.
–La mejor salsa de Madrid se baila allí.
Y Ana se apuntó, que era lo que Laura buscaba.
Un grupo de Latin Kings, amigos de Laura, esperaban a Ana. No le hicieron mucho. Lo más grave, una pierna rota que tuvo que llevar escayolada durante más de un mes.
Laura fue de las amigas que firmaron su escayola. Nunca supo Ana que Laura había reclutado a aquellos muchachos para darle el repaso, pero sí intuyó aquella tarde que Laura no estaba sola.


OBISPO PERELLÓ
Rosa y adredista 0
La librería de mi madre se llamaba César y estaba en la C/ Virgen del Sagrario, muy cerca del colegio Obispo Perelló. Por allí pasaban cada día los muchachos más guapos del barrio, decenas y decenas de adolescentes alegres y ruidosos, deportistas amantes del riesgo. Yo también era joven, pero mi silla de ruedas me protegía de las ternuras de estos muchachos. Había otra barrera, sin embargo, que me alejaba más de ellos, y no era el mostrador. Yo había estado enamorada un vez y, aunque fue por mi causa que rompimos, aquel amor y aquel muchacho me habían entristecido tanto que estaba asustada. Era un sentimiento que me había agotado, no había podido controlarlo, me destruía, me anulaba. Todavía hoy me acuerdo de nuestros paseos y de sus caricias y siento escalofríos. Uno de los críos del Perelló, sin embargo, comenzó a pasarse a diario por la librería y me contaba lo que ocurría en su colegio, que hacían asambleas criticando a Franco, que hacían huelgas de exámenes, que veían películas de Rosellini y de la Revolución de Octubre, que se pegaban con la policía, las cosas habituales de los estudiantes de aquel tiempo. Yo no le hacía mucho caso, casi ni lo miraba, pero hoy podría dibujarlo, así de vivo es mi recuerdo. Era alto y moreno, sus músculos parecían muelles y sus movimientos de gato, la cara picada de viruelas con una expresión muy inteligente, los ojos inquietos como ratones. Me acostumbré a sus visitas, jamás fallaba. Se pasaba por la tienda incluso los sábados que no tenía clase. Yo, la verdad, nunca le hice mucho caso, pero pasado un tiempo supe que no era el olor de la tinta lo que lo traía hasta la tienda, sino yo. No sé por qué me daría cuenta, porque yo no buscaba a los chicos, no quería saber nada de amor, me negaba a caer otra vez en semejantes turbulencias. Él crío, por supuesto, jamás me dijo nada, nunca se insinuó siquiera. Aparecía por allí, hablábamos y se iba, sólo eso cada día. Cuando dejó de ir ni siquiera lo eché de menos, ni siquiera había aprendido su nombre. Pasados unos meses, vi su foto en el periódico una mañana: Carlos García había sido detenido, era un terrorista. Entonces aprendí su nombre, pues se había convertido en el enemigo público número uno. No supe más de Carlos hasta dieciséis años más tarde. Volvía a estar en los periódicos porque había cumplido su condena y salía en libertad. Le preguntaba el periodista por los años de encierro y no se quejaba: “He aprendido mucho –decía–, he aprendido a no necesitar de patria, por ejemplo. Sólo he echado de menos allí dentro mis charlas con la librera de la calle Virgen del Sagrario, Rosa”. Mojé aquel periódico con mis lágrimas.




EL MANIÁTICO
Isabel y adredista 6
Alguien que huía y disparaba a la gente. Era un chico joven (muy joven) que estaba histérico porque no tenía dinero y no podía comprar droga. Entonces se enfureció y fue cuando decidió ir a la calle y disparar a todos. Llegó la policía y ambulancias, porque él se había herido sin darse cuenta. La gente temblaba de miedo. Un hombre ya mayor decía: la que había liado el mocoso éste. Le detuvieron y le metieron en la cárcel. Le interrogaron y contestó que a él todo le daba igual: tenía sida y estaba desesperado, y no le importaba nadie. Los guardias se pusieron unos guantes para que no les contagiara nada. Su familia no quería saber nada de él. Ángel era su nombre; de Ángel ya no le quedaba nada. Su madre estaba desesperada: era su hijo y le quería mucho. En cambio, el padre no estaba por él: era más rudo y no perdonaba lo que hacía su hijo. Era su vergüenza. El padre no se atrevía a mirarle a la cara. La madre decía al marido Leonardo, perdona, no sabe lo que hace. Padre e hijo eran cabezotas y no cedía ninguno de los dos. El padre cedió y tuvo una charla lo más amigable posible con su hijo. El padre y el hijo se echaron a llorar. El hijo pidió perdón a su padre. El padre le dijo no vuelvas a lo mismo, no reincidas, porque si no, te mato y darías un disgusto grande a tu madre.

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