Un sirviente generoso

Carmen Soria
Eran días de tristeza y pólvora, sobre todo para los nobles y clases poderosas. La Revolución Francesa acababa de comenzar. La Bastilla había sido asaltada y los verdugos de la guillotina no paraban de afilar su pesada cuchilla para separar cabezas de sus respectivos cuellos, por orden de Robespierre.
Era una época en la que, como siempre, los menesterosos tenían que trabajar para que los poderosos pudieran vivir ociosos. Hasta que el ambiente se había hecho irrespirable y se puso en cuestión la falta de libertad y la falta de derechos de los hombres. No tanto de las mujeres, pues no era su revolución.
En el palacio de los condes Rousseviolet todos andaban muy asustados y hablaban a media voz. El Conde Rousseviolet, un joven aristócrata defensor de los privilegios de su clase, decía:
—Esto es insufrible, vaya complicaciones que nos ha traído la reina Mª Antonieta con su ocurrencia de que los humildes que no tienen pan, coman pasteles. No sé qué va a ser de nosotros... yo, que nunca antes me había metido en ningún lío.
—Marido —dijo la bella condesa—, hace unos días mandé recado bajo seudónimo a mis hermanos rusos, y se han ofrecido para darnos refugio en su palacio. Con algo de suerte podríamos intentar escapar, sobornando a la guardia republicana.
En aquel instante entró en el salón Maurice Dupont, el viejo y fiel mayordomo de la familia Rousseviolet durante décadas, para servir el amargo té que aún conservaban en la casi vacía despensa.
— Disculpen los señores, no pude evitar escuchar a la condesa. Vos sabéis, Sr. Conde, que os he visto nacer y os aprecio muchísimo. Es llegado el día que mis achaques de reuma y artrosis taladran mi cuerpo. Ya las pócimas y ungüentos que su médico me proporciona no reducen en nada mis dolores. Ya soy viejo y deseo morir. Puedo afirmar que fui muy feliz y honrado de servir en este palacio.
—¡Cuánta bondad hay en vuestras palabras, Dupont! Pero no veo cuáles puedan ser vuestros deseos. ¿Dónde queréis ir a parar?
—Como criado que soy, se me conceden pases de libre circulación por la República y aún fuera de ella. Si vos me permitís, podemos intercambiar nuestras identidades, lo que os permitiría viajar con vuestra familia sin peligro. Y yo podría suplantaros ante la guardia republicana. Ellos no os conocen tanto como para no aceptarme por vos. Nadie notará siquiera la suplantación, y yo con gusto acortaré mis dolencias. Observad que no queda otra salida.
—¡Es una locura lo que queréis hacer! Quién sabe dónde acabaremos vos y yo con tanta pólvora.
—Pero yo ya soy viejo, y vos y vuestra familia os podéis salvar. Mirad, tomad este relicario como obsequio. Si fuera preciso, hasta podréis venderlo y sacar algo por él. Tomad también mi cédula y estos pases, los he conseguido a través de un guardia, amigo de toda confianza.
—¡Oh Dupont, sois un santo! Que Dios os recompense.
—Nada, nada. Id preparando el carruaje, que no sea ostentoso, y partid esta noche sin falta. Sólo os pido un favor, no desenvolváis mi relicario hasta que hayáis llegado muy lejos. Que Dios os acompañe.
El conde accedió al fin y partieron a la mayor brevedad. Cruzaron media Europa vendiendo muchas de sus joyas y enseres, con la excusa de ser comerciantes ambulantes. Después de muchas fatigas, llegaron a casa de los Condes Robikov, en San Petersburgo. A su llegada, hacía bastante frío, y estaba ya oscureciendo.
—¿A quién debo anunciar? —dijo el mayordomo cuando se abrió la puerta.
—Anunciad, si os place, al conde Rousseviolet.
—¿Y de dónde venís con esas trazas? Es imposible ¿Dónde habéis sacado esa ropa? Andad, volved otro día, que éstas no son horas para vistas. Volved otro día.
—¡Oh! ¡Os lo suplico, llevamos muchos meses caminando y necesitamos descansar! Aquí tenéis nuestro recado, dadnos siquiera un espacio en el cuarto de los sirvientes.
—Bueno —dijo el hombre—, debo consultar.
Así lo hizo. Por fin, les dejó pasar la fría noche en las caballerizas.
Al día siguiente todo se aclaró, pero el conde Rousseviolet seguía intrigado por lo que le había dejado en custodia su fiel sirviente. No había querido ser indiscreto, pero no soportaba más la intriga, ahora que habían felizmente llegado a su destino. Abrió el cofre y encontró dentro un medallón de oro y un pañuelo bordado a mano.
En el medallón pudo contemplar los retratos de su madre y del mayordomo, con una fecha que coincidía con la de su nacimiento. Y en el pañuelo, ya sin ninguna duda, bordadas con la indecisa caligrafía de su madre que el hijo tan bien conocía, las iniciales de ella y de él. Nada más había en el cofre.
Abrumado por la sorpresa y sintiéndose deshonrado, el joven conde tomo en un arrebato su espada y quería suicidarse. Pero la prudente condesa exclamó:
— ¡Marido mío, no cometáis esa villanía! ¿Así pagáis el sacrificio de vuestro padre? Vuestra madre, la condesa Mariana me confesó, en su lecho de muerte, que Dupont, un huérfano que había conseguido hacerse eminente músico, entró al servicio de vuestra casa cuando vuestra madre, abatida por las infidelidades de su marido, y abandonada, encontró su único consuelo en vuestro padre. Y a él debéis la vida por segunda vez. Si llegamos a hacernos sitio en este lugar, fundaremos una escuela Dupont de música para huérfanos, en homenaje a vuestro verdadero padre.

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