Lechuza




César

Nació equivocada. Su mamá quería un hijo y, cuando le presentaron a la niña, todo se torció. Ni siquiera le vino la leche. La llamó Cecilia, no sabemos si porque no quería verla o porque quería que la niña no la mirase jamás.

Cecilia creció sin embargo pendiente de cada palabra de su madre, pero también con la extraña sensación de que sus palabras nunca iban dirigidas a ella. Escuchando a su madre aprendió a hablar la hija, como aprenden todos los niños. Pero aprendió otra lección no tan universal, a callar, pues se había dado cuenta de que las palabras importantes no dicen lo que esperas de ellas.

En la escuela fue siempre una niña muy independiente y muy rara. Si Cecilia creció con la sensación de que su madre la engañaba, cómo iba a hacer caso de un maestro. De hecho, asustaba por la fijeza de sus ojos, de un azul frío muy llamativo. Miraba como miran las águilas, azoraba a los demás niños. La llamaban Lechuza, pero era guapa como un demonio.

Lo que aprendía Cecilia no estaba en el programa, como no estaba en el programa ser una niña tan callada y sin embargo con una personalidad acerada y tan madura. No tenía amigas, ni siquiera lo intentaba.

–Lechuza, te están creciendo las tetas –le dijo un buen día Rogelio, que antes se había fijado mejor en los ojos azules, como piel de pitufa de la chica.

–Vampiro, pues entre tus piernas no se nota ningún bulto –contestó Cecilia y consiguió que a Rogelio, el Vampi, se le subiera la sangre a la cara.

Los dos tenían trece años y era la primera vez que se dirigían la palabra después de siete compartiendo cole. Tratándose de Cecilia, no era nada extraño, pues de sus labios apenas habían salido unas pocas palabras durante todo este tiempo.

¿Cómo había sobrevivido? No hablaba, pero era capaz de escribir con la consistencia de un espíritu santo. Todo en su escritura era luminoso y rozaba la verdad. Deslumbraba sin esfuerzo a los maestros.

Pero aquellas palabras del Vampi Rogelio habían sido la llamada de la selva para Cecilia. Algo de verdad había en ellas que no las podía olvidar. No eran precisamente las tetas, que sabía bien que estaban haciéndose sitio y por eso las aplastaba con una camiseta varias tallas más  pequeña. El Vampi había pronunciado aquellas palabras con los ojos, nunca la habían hablado así, nadie. Nadie la había mirado jamás con aquella luz. Y recordando su respuesta, ahora se avergonzaba. Había sido muy grosera ante unas palabras que sólo expresaban admiración.

Aquella misma tarde Cecilia rompió la hucha con los ahorros de la primera comunión, se fue a una mercería lejos de su casa y pidió un par de sujetadores.

–¿De qué talla? –preguntó la dependienta.

–Son para mí –se oyó decir Cecilia, sorprendida.

–Una noventa te va a estar un poco grande.

–No quiero que me aprieten –se atrevió a pronunciar todavía.

–No te preocupes. Cuando te crezcan más los pechos y te molesten las copas, tiras estos y te compras otros. Pero te servirán por un tiempo –y la dependienta le ayudó a probárselos.

Al día siguiente se presentó Cecilia en el instituto y buscó al Vampi. Ahora sí que tenía tetas para dar de qué hablar, pero el Vampi se quedó mudo al verla. Miraba sus ojos azules, sonreía, y no acertaba a decir nada, él, el chico más atrevido y sinvergüenza del curso.

–Vampi, no me tengas miedo, que todos los días no soy tan grosera como ayer.

–Lechuza, ¿qué te has hecho en las tetas? –acertó a pronunciar el chico.

–Son las mías, estúpido –y al punto se arrepintió de haber pronunciado semejante insulto.

Pero el Vampi no se mosqueó por ello, no era la primera vez que le llamaban tonto.

–Lechuza, –volvió a repetir– tienes algo que me corta la respiración.

–Nunca imaginé que mi sujetador te apretara también a ti –y Cecilia se echó a reír, era la primera vez que la veían así sus compañeros, incluido el Vampi, y muchos llegaron a creer que se había vuelto loca.

Pero nunca lo imaginó el Vampi, que conocía bien la causa de las risas de Lechuza.

–Cuando te ríes, eres todavía más guapa, Lechuza.

Oyó las últimas palabras del chico y, como un resorte, Cecilia comenzó a bailar delante del Vampi un b-girling, hasta que él mismo se sumó al hiphop. Los dos estaba dando el espectáculo.

Esta fue la primera mañana feliz en la vida de Cecilia, el principio del resto de su vida.

–Soy una negra –gritaba Cecilia,  y seguía bailando.

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