Cuaderno azul / 10



Carmen
Abuelo, no me pidas imposibles y escribe tú sobre el fin que quieras, el fin de la vida, el fin del siglo, el final de la muerte o el final del que nadie haya escrito, que me han dicho que todo fin lleva un principio, o el fin del sol, que nos dejará helados.

Quizá sea una vaga empedernida, como un río en su curso final y perezoso o una tortuga parsimoniosa que no sabe dónde va, una persona abúlica que le cuesta empezar a hacer las cosas, muy indecisa. Si me preguntas, diré que lo que más me gusta son los niños y los perros, los pasteles y la buena mesa, pero lo que me gusta de verdad es hacer el vago, aunque luego me siento culpable de serlo.

No quiero ir al taller hoy, me quedo en la cama, ¡y que no venga la camarera, que la echo a patadas! Hoy no me levanto. ¡Ay, cómo me gustaría pillar con mi silla a una cuidadora de estas gruñonas! – ¡Ya, la pisé y le han escayolado un pie, qué alegría! – O bajar al parque, coger todas las cacas de perros posibles y esparcirlas por el cuarto para que resbalaran todas las gruñonas. O dejar la ventana abierta en un día de lluvia y que se empape la habitación.

Tengo un compañero muy bruto que me hace compañía. Apenas le guardo simpatía, ni siquiera sé por qué le soporto a ese fulano, quizá porque me aburro. Viejo y con tirantes, es un ignorante. Siempre que los demás me ven con él, se ríen por debajo. Pero me entretengo un poco con sus payasadas, aunque a veces tengo la sensación de hacer el gilipollas.

Quisiera pasarme una tarde rompiendo ceniceros. O mejor, ser más ordenada y pasarme la tarde arreglando mi cuarto, que el desorden y yo somos lo mismo en conjunto.

Compraron pasteles el día de mi Primera Comunión. Después de comer, me arrastré como pude hasta alcanzar la mesilla y acabé con ellos, y eso que había comido bastante. Después mi madre se llevó una bronca de la monja que me atendió en urgencias. Quién pudiera volver a aquellos días… Sólo me queda ya de la niñez que no soy madrugadora. Lo diferente en mí sería levantarme temprano.

Un amigo mío se estaba besando con su novia en la residencia. Y yo allí, mirando sin saber qué hacer. Vaya carrerón que lleva el tío, es su tercera mujer. Y ella dejó por él a su amor de toda la vida, ¡vaya culebrón! El caso es que yo les veía dándose doscientos besos y no podía dejar de mirar, allí, sin comerme una rosca, qué envidia. Si lo piensas bien, también es divertido verlos, qué melosos.

Sería hermoso haber nacido en el siglo XVIII, aunque soy consciente de que habría que ser de marquesa para arriba, y no precisamente coja. Quién pudiera haber compartido salones, espejos y herretes con María Antonieta o Mozart, pero sin bastillas o castrati. Me hubiese gustado ponerme un traje ampuloso y conocer las intrigas en la corte o en los Estados Generales, los genios del Siglo de las Luces, eso sí que fue una movida cultural. Y la movida de la moda, aquellos trajes tan maravillosos… Manejar el lenguaje del abanico, las liaisons dangereuses, los amantes…

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