Carmen
Abuelo, no me pidas imposibles y
escribe tú sobre el fin que quieras, el fin de la vida, el fin del siglo, el
final de la muerte o el final del que nadie haya escrito, que me han dicho que
todo fin lleva un principio, o el fin del sol, que nos dejará helados.
Quizá sea una vaga empedernida, como
un río en su curso final y perezoso o una tortuga parsimoniosa que no sabe
dónde va, una persona abúlica que le cuesta empezar a hacer las cosas, muy
indecisa. Si me preguntas, diré que lo que más me gusta son los niños y los
perros, los pasteles y la buena mesa, pero lo que me gusta de verdad es hacer
el vago, aunque luego me siento culpable de serlo.
No quiero ir al taller hoy, me
quedo en la cama, ¡y que no venga la camarera, que la echo a patadas! Hoy no me
levanto. ¡Ay, cómo me gustaría pillar con mi silla a una cuidadora de estas
gruñonas! – ¡Ya, la pisé y le han escayolado un pie, qué alegría! – O bajar al
parque, coger todas las cacas de perros posibles y esparcirlas por el cuarto
para que resbalaran todas las gruñonas. O dejar la ventana abierta en un día de
lluvia y que se empape la habitación.
Tengo un compañero muy bruto que me
hace compañía. Apenas le guardo simpatía, ni siquiera sé por qué le soporto a
ese fulano, quizá porque me aburro. Viejo y con tirantes, es un ignorante.
Siempre que los demás me ven con él, se ríen por debajo. Pero me entretengo un
poco con sus payasadas, aunque a veces tengo la sensación de hacer el
gilipollas.
Quisiera pasarme una tarde rompiendo
ceniceros. O mejor, ser más ordenada y pasarme la tarde arreglando mi cuarto, que
el desorden y yo somos lo mismo en conjunto.
Compraron pasteles el día de mi Primera
Comunión. Después de comer, me arrastré como pude hasta alcanzar la mesilla y
acabé con ellos, y eso que había comido bastante. Después mi madre se llevó una
bronca de la monja que me atendió en urgencias. Quién pudiera volver a aquellos
días… Sólo me queda ya de la niñez que no soy madrugadora. Lo diferente en mí
sería levantarme temprano.
Un amigo mío se estaba besando con
su novia en la residencia. Y yo allí, mirando sin saber qué hacer. Vaya
carrerón que lleva el tío, es su tercera mujer. Y ella dejó por él a su amor de
toda la vida, ¡vaya culebrón! El caso es que yo les veía dándose doscientos
besos y no podía dejar de mirar, allí, sin comerme una rosca, qué envidia. Si
lo piensas bien, también es divertido verlos, qué melosos.
Sería hermoso haber nacido en el siglo
XVIII, aunque soy consciente de que habría que ser de marquesa para arriba, y
no precisamente coja. Quién pudiera haber compartido salones, espejos y
herretes con María Antonieta o Mozart, pero sin bastillas o castrati. Me
hubiese gustado ponerme un traje ampuloso y conocer las intrigas en la corte o en
los Estados Generales, los genios del Siglo de las Luces, eso sí que fue una
movida cultural. Y la movida de la moda, aquellos trajes tan maravillosos…
Manejar el lenguaje del abanico, las liaisons dangereuses, los amantes…
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