José
Luis
Tengo
un hermano, Pablo, que me ha cambiado la vida. Ahora he descubierto
que es un hermano de verdad, porque me llama y se preocupa por mí.
Sobre todo, durante este último año, desde que se murió mi madre,
que me quedé más solo que un caracol atravesando la carretera con
la casa a cuestas.
Este
verano me ha llevado hasta Mojácar, a pasar unos días. El primer
día, nada más aterrizar, le dije a Pablo que me acompañara hasta
un bar donde recuerdo que yo había estado de pequeño con los
padres. Quería volver allí porque en aquel lugar habíamos visto
algo que no he podido olvidar en toda mi vida: en la pared principal
del establecimiento había pintada una cara que para mí siempre ha
sido un misterio y un gozo. No había vuelto al lugar y sería un
milagro que el sol o el agua o el fuego no la hubiesen borrado, pero
a veces estos milagros se producen.
No
me resultó nada fácil guiar a mi hermano por las calles empinadas
del pueblo, pero recordaba aproximadamente cada revuelta y cada
cuesta.
–Me
vas a reventar con tu capricho –protestaba Pablo, que empujaba mi
silla de ruedas.
Teníamos
que subir hasta la última curva, antes de entrar en la plaza. Y
allí, en un pasadizo a la derecha, a resguardo de muchas
intemperies, tenía que estar la entrada al bar y el mural que yo
recordaba. Veinte años son muchos años para que continúe viva una
mujer sobre un muro de cemento, por más que esa mujer haya sido tan
especial para mí.
Y
llegamos. Mi hermano Pablo sudaba a consecuencia del esfuerzo a pleno
sol y no deseaba más que beber lo que fuera. Pero allí estaba, ante
él, el rostro de la mujer que me había emocionado hacía tantos
años. Pero él miró el mural y alucinaba… Alucinó aún más
emocionado que yo mismo cuando lo descubrí. Ahora lo comprenderéis.
–Pero,
tío, ¿pero qué es esto? Si es un retrato de nuestra madre, si
parece viva.
–Es
lo que tienen los veranos, Pablo –le dije yo–, que siempre
encontramos a nuestro doble, o a algún conocido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario