Sentada del 6 de septiembre de 2012


RAMÓN, EL PORTUGUÉS
Víctor
Yo soy portugués –me dijo Ramón este verano pasado, nada más verme por Algüera, de vacaciones.
Ramón, ¿pero desde cuándo te diste a la bebida?
Te digo que soy portugués. Me lo dijo mi madre al morir y no la quise creer.
Yo sé que Ramón había nacido hacía cuarenta años en Algüera y que en Algüera se conserva el registro de su nacimiento y de su bautismo, lo mismo que el de sus cuatro hermanos, que hace veinte años ya emigraron a Hospitalet, y los de su padre y su madre.
El misterio me lo desveló mi hermana cuando le hablé de lo que me parecía una ventolera de Ramón. Macarena me contó que todo había comenzado el día que Ramón aplaudió todos y cada uno de los cuatro goles que le endosó la selección de fútbol de Portugal a la Roja, el invierno pasado.
Lo que había comenzado como reacción lógica de indignación a los engaños del Gobierno sobre la crisis financiera, reacción compartida por muchos otros algüeranos, terminó, al salir del bar de Liborio, con Ramón gritando “Hemos ganado, hemos ganado la nueva Aljubarrota” y abrazándose a todos y cada uno de los portugueses que trabajan y viven en Algüera, que no son pocos y aquella noche tenían motivos para estar contentos, pues Cristiano había metido gol por fin.
Ramón todavía era maestro de la escuela por aquellos días, lo digo porque lo peor vino después.
Desde aquella aciaga noche, Ramón comenzó a enseñar a los niños del pueblo que Felipe II había invadido Portugal a sangre y fuego “y semen” –esto último lo subrayaba con especial énfasis Ramón– pues los tercios de su ejército habían comenzado a violar mozas en Zalamea y no se detuvieron hasta Lisboa, y muchos años después de la conquista, que los portugueses nos tuvimos que levantar en armas –decía “nos tuvimos”– hasta derrotar al invasor tras el Levantamiento de los Conjurados en diciembre de 1640.
Se enteró el inspector de estas lecciones y lo expedientó de manera fulminante. Nada pudieron hacer por el maestro los sindicatos. Y desde aquel día Ramón, además de ser portugués, es un patriota, pues por la patria había sacrificado su empleo de maestro como lo hicieron tantos durante la Guerra de Restauración.
Desde aquel día, a primeros de este año, mis paisanos de Algüera, y paisanos de Ramón, por supuesto, le dan trabajo de bracero, para recoger melones de secano y de regadío, tomates, pepinos y por ahí, como hacen con todos los portugueses que se vinieron a vivir con nosotros.
Tú eres portugués como yo soy vikingo –le dije el otro día a Ramón a la puerta del bar de Liborio.
Ramón estaba esperando a que comenzara el Portugal-Croacia de clasificación para la Eurocopa. Como voy en la silla de ruedas, a mí me tolera estos desplantes.
¿Pero tú qué eres, aparte de cojo, que salta a la vista? –me pregunta.
Yo soy español –contesto sacando pecho.
Ahí lo ves, por eso no me crees. Los españoles nunca podréis perdonar que los portugueses os venciésemos en Montes Claros y seamos independientes, sacudiendo vuestro yugo.
En fin, que algo muy destructivo debe de llevar en su seno esta crisis que atravesamos tan penosamente para que disuelva las conciencias nacionales de forma tan profunda. El pobre Ramón no debe de ser la única víctima.

EL CHUPAPELOTAS
Rafa
Tocaba la campana a las ocho en la obra y Joaquín comenzaba su jornada de no hacer nada. Eso sí, hablaba y hablaba estorbando a todo el mundo, no sabía callarse.
Joaquín era peón, el peor peón de la obra, estaba asignado a la cuadrilla de albañiles que hacían fachada a destajo, y con ladrillo cara vista. La tarea de Joaquín en la cuadrilla, o sea, lo que nadie le ordenaba, era impedir que el trabajo transcurriera con normalidad. Tenía a su cargo la hormigonera en la que tenía que hacer la masa para subirla a la planta donde trabajaba la cuadrilla. O sea, tenía que comenzar el primero a trabajar para que los demás tuviesen tajo.
Pero Joaquín lo sabía y por eso aprovechaba cada mañana para ajustar las cuentas pendientes. Llegaba a la obra cabreado con todo cristo, sobre todo si había prisa.
¿Qué tal viene Joaquín? –preguntaban los albañiles.
Chungo –contestaba un ayudante, más pendiente a esta hora del trabajo de los peones que de los andamios, por la cuenta que les tenía a todos.
Si no echaban una mano los ayudantes, podía pasar media mañana hasta que estaba preparada la primera hormigonera con la masa. A Joaquín lo mismo le cabreaba madrugar que quemarse con el trago de cazalla con el que se desayunaba, pero lo que peor llevaba en realidad era ser peón y tener que trabajar para los del destajo. Se llevaba sus perras, pero todo le parecía poco.
¿Por qué no te llevas a Joaquín con los encofradores? –pedían los albañiles al encargado.
Porque ya le han echado de allí –contestaba el encargado, muy informado.
Con todo, nadie protestaba demasiado, salvo Joaquín, porque todos sabían que la alternativa para él era el paro, y eso tampoco lo querían los compañeros.
Y a la mañana siguiente, Joaquín volvía al tajo con idéntico humor y el trabajo volvía a retrasarse.
Pero qué chupapelotas eres, Joaquín –le decía el albañil.
¡Y para qué quieres más!

INDIGNADA
MaryMar y adredista 0
Me gustan más jóvenes y no tan cegatos, pero no me cabreo con mi suerte. Entre estar sola o mal acompañada, prefiero las malas compañías. Los que no conocen la soledad inventaron ese refrán contra natura que no repito por respeto a los que, como yo, escogemos el infierno de los feos al infierno de no tener a nadie junto a mí. Este que me ha tocado hoy de asistente de escritura no es Petra, es feo y sentimental, aunque muy poco católico. En fin, que se parece al marqués de Bradomín en lo importante, que ni es marqués ni es tiquismiquis. Me pregunta por lo que me indigna pero ya lo he contestado, y repito: No me indigna que seas viejo, que seas calvo, que seas miope o que te molesten las almorranas, me acompañas y por eso eres un ángel, que los ángeles sois todos buenos, incluidos los del infierno como tú, porque hacéis compañía, o sea, que lo que me indigna es la soledad en este mundo tan repoblado y a un minuto o menos del completo.

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