EL
CHICO QUE NO SABÍA OBEDECER
César
Pablo
tenía un hermano mayor y su padre siempre se lo ponía de ejemplo.
Ésta pudo ser la razón por la que Pablo jamás obedeciera, ni a su
padre ni a nadie. Desde que tiene memoria, siempre se reproducía el
mismo conflicto en casa.
–Pablo,
ayuda a tu madre a poner la mesa –ordenaba el padre.
–Mándaselo
a Edu, que yo estoy cansado –respondía Pablo.
–Edu
está estudiando.
–Por
eso, para que haga algo con las manos, que parece un inútil.
–No
hables así de tu hermano. Él obedece, no como tú.
–Pues
por eso, que ponga la mesa.
Pablo
no le dejaba alternativa a su padre, que siempre terminaba
cascándole. Pero ni así conseguía que pusiera la mesa. Lo mismo un
lunes que un domingo, lo mismo con la mesa que con la cama, lo mismo
para ir al cole que para volver y lo mismo en el cole que en la
catequesis, Pablo ni obedecía a su padre ni obedecía a nadie, ni al
cura ni a la profe ni los santos mandamientos.
Mientras
Pablo fue niño, sus desplantes se podían tolerar mal que bien. Pero
pasaba el tiempo y su rebeldía no cedía. Nadie hacía vida de él.
Era tan inteligente que difícilmente podías argumentar en su
contra. Además, le gustaba estudiar y los resultados académicos
eran excelentes, con lo cual tapaba la boca a los que le reprendían
su rebeldía.
–Eres
un indisciplinado –le decía la profe de Mates.
–Yo
no necesito de las disciplinas para aprender lo que usted no sabe
enseñar –respondía Pablo.
–Y
además eres un maleducado.
–En
eso le tengo que dar la razón, ustedes son mis educadores y no lo
hacen nada bien.
–No
voy a tolerar más desplantes de usted. Diga a su padre que venga
mañana a hablar conmigo.
–Se
lo va a tener que decir usted, yo no me hablo con él.
Estos
diálogos eran un espectáculo en clase y terminaban siempre con
Pablo en el despacho del director, expulsado del aula. Pero como era
el alumno más brillante del instituto, nadie tomaba medidas
drásticas.
El
padre estaba tan preocupado con este monstruo de hijo que terminó
haciendo una llamada que venía madurando durante muchas noches de
insomnio.
–Paco,
no hago vida de mi hijo, el pequeño. ¿Habría alguna posibilidad de
matricularlo en tu internado para el curso que viene?
–Ya
sabes, Antonio, que este centro es de mucho nivel –y Paco era el
director.
–Por
eso no te preocupes, Paco. Lo peor de mi hijo es que es más
inteligente que cualquiera de sus profesores. Y que yo mismo, por eso
no he conseguido deslomarlo. ¿Qué te parece?
–Ya
me está interesando el caso de tu hijo. No te prometo nada, pero si
lo matriculas aquí, por lo menos te libras de él durante el curso.
Comenzó
el curso para Pablo en un páramo de Madrid con agua de pozo
artesiano, en un pueblo cerca de Villaconejos. El internado estaba
muy bien equipado, con instalaciones deportivas aceptables y con un
profesorado, que si no muy cualificado, sí con experiencia. A Pablo
no le importó el cambio, hasta lo agradeció, tenía más
independencia allí.
El
primer conflicto se presentó en el comedor, después de unos pocos
días de orientación y toma de contacto. El pollo en salsa del menú
era incomestible. Y como es natural, lo dijo.
–Este
pollo no se lo daba yo ni a mi gato.
Todos
los compañeros de la mesa le dieron la razón a Pablo. Y el pollo
que se montó en el comedor sí que fue de primer orden. No saltaron
los platos, con filete y salsa, contra la pared de milagro.
Tuvo
que venir el director a poner orden. Probó del plato de Pablo aquel
filete repugnante y no tuvo más remedio que darle la razón.
–Yo
tampoco le daría el filete a mi gato.
–Asombroso,
es la primera vez que un adulto me da la razón –le dice Pablo al
dire, sinceramente admirado.
–Pablo,
a veces no basta con tener razón, también hay que saber defenderla
con las palabras adecuadas, antes de sacar los revólveres.
Desde
aquella comida boicoteada, no volvió a comerse pollo seco en el
comedor del colegio.
Y
muchas más cosas cambiaron durante el curso por las críticas de
Pablo, que no se cortaba, pero no se volvió a montar ningún otro
pollo. Bastaba con decirlo y negociarlo. Pablo había tomado nota del
consejo del director y se esforzaba por hacerse entender.
–Antonio,
–le dijo su amigo Paco, el dire, cuando volvió a encontrarse con
el padre de Pablo al final del curso– tienes un hijo que ya lo
quisiera yo para mí. Es un líder y es de natural noble y solidario,
una verdadera joya, una verdadera promesa. No sé si lo habremos
hecho bien, pero tu hijo no se ha equivocado nunca durante este
curso, puedes estar seguro.
–No
sabes la alegría que me das.
–De
todas formas, te compadezco, no es nada fácil tratar con un genio. Y
su rebeldía cada vez será más peligrosa.
–¿Pero
eso no se cura?
–Mucho
me temo que no, y más si el chico es inteligente –dijo el dire,
que sabía de lo que hablaba, dedicado toda su vida al troquelado de
adolescentes.
DESAMOR
Conchi
Yo
tenía un amigo, Marcos, por no ponerle su nombre real, para que
nadie se entere, pues está casado de segundas. Estaba en el Hospital
Clínico de S. Carlos, en Madrid, y me enamoré perdidamente de él.
Yo tenía cinco añitos y él había cumplido veinticinco. Era
delgado, moreno, con ojos negros y un cuerpazo
demasié.
Cuando pasaba delante de mí me sudaban las manos, me entraban
escalofríos por todo el cuerpo, me temblaban las piernas, aunque iba
en silla de ruedas manual y me llevaban de un lado para otro los
cuidadores. Me echaban chispas los ojos, unas chispas luminosas. Me
ponía colorada y nerviosa. Menos mal que se fue pronto, aunque no he
podido olvidarlo y lo sigo por ahí, por sus traslados y sus
matrimonios.
Pero
había otro médico que se llamaba Ricardo, aunque no es su nombre
real, pero para nosotros sí, y me parece que estaba más colada por
éste que por el anterior. En cambio con éste, cuando lo veía, me
salía una sonrisa de oreja a oreja, ya que siempre que pasaba por mi
lado me decía cariñosamente “orejillas
de salchichón”
y me subía por el cuerpo como una culebrilla. Me enamoré de él
como los bobos. Cada día que pasaba me gustaba más y más. Tenía
unos ojos azules como luceros.
Pero
me dio puerta sin darme puerta. Me dijo que era una cría, que era
muy pequeña para él. Pero yo dale que dale, seguía enamorada hasta
los huesos. Me decía: “Olvídate ya de mi, no te quiero ni un
poco”.
Y
dejó de atenderme. Me quedé desconsolada. No quería comer, ni
levantarme de la cama, tampoco hacía los deberes. Porque yo antes
escribía a mano, despacito, pero lo hacía. Desde entonces, nada.
Con
el tiempo y una caña se me pasó el enamoramiento tan fuerte. Fui
creciendo y me di cuenta de que las personas son así así... y
también me di cuenta de mis límites. Aprendí hasta dónde se puede
llegar. Desde entonces no he vuelto a enamorarme de nadie.
Pienso
que nunca me enamoraré, ya que las cuidadoras de este centro se
meten por medio en lo que no les importa. Y eso no me gusta.
Por
eso prefiero estar sola. Hablo con todo el mundo, pero con ninguno en
concreto.
ENTRE
PRIMOS
Víctor
Jesús
ya no recuerda la causa del rencor tan hondo que sentía hacia su
primo. Cruzarse con él por la calle o coincidir en el bar le
descomponía. Haga lo que haga el primo Miguel Ángel, a Jesús le
incomoda y le ofende. A lo mejor todo comenzó cuando su padre tenía
aquellos melones en el prado del cortijo y Miguel Ángel, una noche,
se fue con otros cuantos chicos a darse un atracón a costa del
trabajo del tío.
El
destrozo fue enorme en la finca y Jesús terminó averiguando quiénes
habían sido los autores. O se lo imaginó, que a estas alturas,
pasados tantos años, ya da lo mismo.
Por
supuesto, no le invitó a su boda. Jesús recuerda la fiesta con
agrado porque no estaba presente el primo, más que por la felicidad
de su mujer Lucía. Pocos días de su vida recuerda que no se
estropeasen a causa de la presencia de su primo. Algüera es un
pueblo nada grande, hay una única iglesia y se dice una única misa
diaria, sin querer coincides con tus enemigos aquí o allá por más
que te propongas evitarlo. Coincides hasta en los bares, y eso que
hay más que capillas, algunas veces en la feria, en la fiesta de la
Batalla, no puedes huir de tu propio pueblo, no puedes huir del
destino.
La
suerte cambió sin embargo cuando Jesús se enteró de que ahora
Miguel Ángel se dedicaba a robar el gasoil de los tractores y a
darse algún que otro paseo con coches que no eran suyos. Con un poco
de suerte, ya tenía Jesús la manera de deshacerse para siempre del
primo.
Le
puso en la pista de los robos del gasoil al cabo de los civiles, pero
esto era un delito menor que no conllevaba cárcel. El antecedente
del robo, sin embargo, permitió que Jesús convenciera al cabo de su
autoría cuando el delito fue mayor: el incendio de la dehesa y,
sobre todo, la desaparición de la cosechadora de Daniel, un chico
que venía a cosechar desde Ávila hacía ya muchos años. El primo
Miguel Ángel terminó en la cárcel.
Y
desde aquel día, Jesús está desconocido: sale a la calle más
relajado y vuelve más feliz. Y no hay malos encuentros en su vida
que le amarguen el carácter.
No hay comentarios:
Publicar un comentario