Isabel
Era
un hombre como pocos hombres. Su nombre ya anunciaba desde la pila lo
que llegaría a hacer, pero más vale que aquí no lo revelemos, de
modo que le llamaremos N.
Rodolfo,
este nombre sí figura en la historia, era su mejor amigo. A él le
tocó sufrir las consecuencias de la codicia de N. Rodolfo era muy
robusto. Tenía un parche en el ojo izquierdo, pues perdió el ojo en
una pelea que tuvo cuando tenía diez años, por no querer dar su
bocata a un hombre de veinte.
Pues
esto pasó. Este hombre, el mejor amigo de Rodolfo, el codicioso, N,
tuvo un accidente de tráfico. Y conducía Rodolfo, que el peligro
llegó por la izquierda y no pudo reaccionar a causa de la falta de
visión.
A
consecuencia de ello, N se hizo una brecha en el lado derecho de la
cara, que le dieron más de veintiocho puntos. Era tan grande que se
le veía a la legua.
Y
así fue como N le amenazó, diciendo: “Esto
te va a costar un ojo de la cara”.
N siempre hacía cálculos inflados, cuando se trataba de cosas de
dinero, y más en tiempos de crisis. Y pensó que una cirugía
estética —con la que siempre había soñado— le vendría como
anillo al dedo.
Ante
la amenaza de quedarse sin el otro ojo, Rodolfo le dio a N lo único
que tenía: su plaza en el mausoleo más lujoso del cementerio. Era
lo que más deseaba N, una tumba así, con mucho sol y calefacción
para toda la eternidad.
Rodolfo
nunca pudo saber por qué N, de quien se decía que sus cálculos
eran fríos, ambicionaba tanto calor después de la muerte.
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