Sentada del 3 de mayo de 2012


RENCOR

Peva
El rencor es una pérdida de tiempo, pues hace que la vida parezca mezquina. El rencor te coloca fuera de la realidad, te sofoca los pensamientos y las emociones más saludables y te obliga a vivir una vida pobre, muy alejada de la vida retozona que a todas nos gusta. Yo, rencores, tengo los justos, para andar por casa. No me apetece cargarme la vida con malos pensamientos, que los malos pensamientos te corrompen el cerebro y te lo reconvierten en una caja de maldades.
Dicho lo cual, y reiterando lo dañino que es el rencor para la buena salud, he de confesar que la señora, o sea, Pilar Eva, está cabreada con el mundo que le ha tocado vivir. Mi cuerpo casa mal con mi linda cabecita, pues esta corre más que mi masa muscular y me pide más cosas de las que el pobre cuerpo puede proporcionarle. También  ocurre que me enfado por gilipolleces, pero es lo que toca a cierta edad. Y me perdonáis por hablar así, pero todo lo malo se pega. Cada vez que oigo a un político decir eso de “¡es lo que toca!”, a mi me dan ganas de quitarme la bota y estrellarla directamente contra la pantalla de la tele de mi cuarto. Lo que pasa es que no la tiro porque me la cargaría, y es propiedad privada, o sea, mía, y me cabrearía mucho el copago o repago de mi propia tele, destrozada por mí.
A lo que iba, que, sin ir más lejos hace unos pocos días, estaba yo en la habitación lavándome mi lindo cuerpazo, y entra una inteligente responsable de esta residencia y me dice de repente: “Hoy te vamos a limpiar el cuarto”. Así, ¡por sorpresa!, porque les cuadraba a ellas. ¡Mira, tía¡, pues a mí las sorpresas cada vez me gustan menos, que suelen ser desagradables de cojones.
Nadie me había pedido opinión, es mi cuarto pero yo no cuento, nadie me ha preguntado: “¿Te viene bien que hoy hagamos limpieza general en tu cuarto?” Porque en esta residencia hay normas, pero las que nos benefician a los residentes se olvidan con demasiada facilidad, y eso que es por nuestra jodida minusvalía que el personal tiene trabajo aquí. ¡Y con lo desesperante que es el paro! Deben de pensar que hay cojos de sobra por ahí fuera.
Porque esto no es todo, que lo que mal empieza, termina peor: te lo limpian todo tan a fondo, que la mitad de tus cosas terminan en la basura o vete tú a saber. Desde luego, nunca más volverán a estar en su sitio. ¡Y esto te hace una gracia..!

EL AMOR
Isabel
Existen muchas clases de amor;  el amor de madre, el amor entre hermanos, los amigos, el amor a los animales, a la naturaleza...
De todos estos amores yo prefiero el amor de madre, porque es a la mujer que quiero y amo, es la preferida.
Ahora que está enferma de las piernas, no puede andar bien, y del estomago, que lo tiene revuelto y solo bebe coca-cola, le da por llorar porque se ve enferma. Se considera mayor y dice que no sirve para nada y que se va a morir.
Mi madre tiene ahora 78 años.
Igual que mi padre, que también está enfermo, con una depresión de caballo que trajo de Alicante, que este agosto habíamos estado allí de vacaciones, en un bungalow cerca de la playa. Pero a la playa no fuimos nunca porque tenía muchas algas y estaba muy sucia.
Mi padre dormía solo en un sofá-cama y yo noté que hacía gestos raros, como si tuviera pesadillas, con la cabeza, con las manos. Yo me acerqué un día, le desperté y le dije: “Papá, me preocupas mucho”. Y él me preguntó: “¿Qué te preocupa, hija?” “Duermes mucho –le respondí– y duermes muy agitado”. Pero él me aseguró que no pasaba nada.
En cambio, sí pasaba, porque lleva cuatro meses y medio con depresión. Cuando le llamo por teléfono y le digo: “Papá, ¿cómo estas hoy?”, él me contesta: “Bueno, hija mía, hoy parece que me encuentro un poco mejor”. Y yo le animo: “Te noto en la voz que estás más espabilado. Papá, ¿has comido hoy?” “Sí, pero poco”. “¿Y qué has comido?” “Pues he comido un plato de judías verdes”. “¿Y qué más?” “Una manzana, que estaba muy buena”. “¿Y nada más?” “Es que hoy no tenía muchas ganas de comer, hija”.
Y luego se me echa a llorar y yo le digo: “¡No llores!, ¡no llores!” Y él me dice. “Es que al oír tu voz, me emociono, ¡eres tan buena!, y me gusta que te preocupes por mi”.
Si es que yo quiero mucho a mis padres.

POBREZA
Carmen
Laura, la hija de un modesto taxista de Parla, conoció a Luis porque los cojos nos vemos y nos miramos, o sea, en un encuentro fortuito en mercado. Luis era un afortunado, su familia tenía pasta y, aunque hablaba con mucha dificultad debido a su parálisis, con la boca muy cerrada, podía andar, no usaba silla, y además había podido estudiar y terminó Farmacia, la carrera de las 3 emes: mujeres, homos y minusválidos. Laura, sin embargo, no había salido del circuito de colegios y gimnasios para niños especiales y no había pasado en su educación del sentido común y del punto de cruz.
Luis se aficionó a empujar la silla de Laura y comenzaron a pasear juntos. Él la servía de conductor y ella le servía de traductora, se compenetraban muy bien. A partir de entonces Laura empezó a teñirse su hermoso pelo negro y a poner más ilusión en sus labores de punto y en sus alfombras y tapices.
–Luis, ¿quieres que vayamos al cine otra vez? Echan una película muy cursi en el barrio, de las que a ti te gustan.
–No, no puedo, tengo que preparar las oposiciones.
Quería meterse en los servicios sanitarios del ayuntamiento de Madrid.
–¡Vaya disculpa! –contestó Laura– ¿No será que tu madre te reprocha que salgas conmigo, la hija ignorante del taxista?
–No, no es eso, de verdad –protestaba Luis.
Pero sí era eso. Para Luis, su familia lo era todo. “Me debo a mi familia”, decía a veces.
Pasó un años y no pasaba nada en su relación, aunque las tensiones las sufría Luis más que Laura, hasta el extremo de que, añadidos estos disgustos a los esfuerzos por sacar la oposición, Luis comenzó a perder pie y la familia lo internó en una clínica psiquiátrica.
Pero Luis no mejoraba.
Hasta que la madre del chico, tan estirada ella, tan rica, rogó a Laura que fuese a ver a su hijo, que tenía su permiso. Y Laura comenzó a visitar a Luis y, desde entonces, su chico está recuperando la sonrisa y las ganas de vivir.
–Es lo que tiene la pobreza –se ríe Luis de su madre–, que es tan contagiosa.


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