Sentada del 15 de marzo de 2012

SUEÑOS
Rosa y adredista 0
Me gustan los árboles de verdad, incluidos los sotos, las sebes y las zarzas. Los pájaros se mueven con libertad y seguridad, piando con escándalo. Me gusta el mundo de otra manera completamente distinta a como está, un mundo sin violencia, y me gustaría que se cumpliera lo que sueño. Que los hombres no violenten la naturaleza y respeten sus ciclos para que se recupere lo poco que aún queda sin destruir. Que los hombres no violenten a los hombres, que no destruyan sus ciudades y sus bienes. Que los hombres no violenten a las mujeres y que nos traten como a iguales. Que la naturaleza respete también a los hombres, aunque esto sea imposible, que no haya terremotos porque se pasa fatal. Ni huracanes tampoco. Me gustaría un clima suave, una perpetua primavera, y que mi ropa fuera más liviana. Y me gustaría comprender a todos y que todos nos comprendiéramos. El que haya gente que no me comprenda me produce dolor. Pero más dolor me produce cuando pasan a mi lado y no me hablan. Con alguno de vosotros ocurre. Es tan sencillo hacer felices a los que tenemos a nuestro lado, y cuesta tan poco. La tolerancia es imprescindible en la convivencia, pero yo tampoco soy muy tolerante. No me gusta nada la pintura abstracta, por ejemplo. Y mucho menos, las peleas. Si en las peleas hubiera reglas, pero es lo primero que se saltan los contendientes. Sueño un mundo sin violencia porque la tensión me bloquea, en esto también yo soy interesada, la tensión no me deja pensar en las cosas que merecen la pena, la alegría, la aventura, ni siquiera me deja pensar en mi propia tristeza.




DESAPARECIDOS
Carmen
Los primeros brotes de la primavera alegraban aquel sórdido y triste orfanato y el sol ya regalaba esta mañana un poco de luz sobre las pequeñas ventanas.
A pesar de que los educandos debían despertar a la primera llamada so pena de probar una rígida estaca, Remedios remoloneaba. Tenía demasiada alegría, pues había recibido una carta romántica de Vicente, el chico moreno de ojos azules, con bucles rizados y muy negros y muy brillantes, que tanto le gustaba. Le decía que quería ser su novio y si podían verse alguna vez. Pero había otra cosa.
Ahora, acurrucada bajo la manta y soñando con él, le importaba un cuerno la lista de los reyes godos o la tabla de multiplicar que el maestro Saturnino obligaba a memorizar a golpes. Pero había otra cosa que le impedía saltar de la cama.
Al fin pudo hacerlo, no había más remedio.
–¡Qué suerte tienes! –dijo su amiga Laura, una vez levantadas las dos, ya camino de la capilla–. Cómo me gustaría tener novio como tú.
–Pero esta noche me vino la primera regla, ¿qué hago? –preguntó Remedios, entre divertida y asustada.
–Habla con la cocinera Ana, ella te dará algún paño, es la única gente maja de aquí. Esconde ese papel, si te ve la carta la bruja de sor Venancia no me quiero figurar lo que te ocurrirá.
Advertida quedaba Remedios.
Sor Venancia era una generala tremenda, que tuvo un desengaño amoroso en su juventud y ahora le molestaba que otros se enamorasen.
–Escápate rápido por el patio de los pequeños y a ver si le puedes ver –aún se atrevían a conspirar.
Durante unos días guardó bien la carta, pero un día sor Venancia se la encontró.
–¿Qué llevas en el babi?
–No, nada, hermana.
Sor Venancia la registró.
–¿Qué guarrería es ésta? Te puedes quedar embarazada tú, a tus años.
–No, sólo es una carta, hermana –dijo llorando Reme.
–Un mes al cuarto oscuro.
–No, no, hermana, por favor.
Pasó un mes y salió, pero Vicente ya no estaba. Y pasaron seis meses y Reme seguía en aquel antro como sonámbula: apenas jugaba, malamente podía seguir la labor de costura y había perdido el trazo firme en su caligrafía. El médico y las hermanas empezaron a hablar de trastorno depresivo, o bipolar o brote esquizofrénico, y la encerraron en un psiquiátrico.
Hasta que un día en semejante lugar, aún más triste que el orfanato, y después de mucho, mucho tiempo, vio a Vicente.
–¿Qué haces tú aquí, mi niño?
–No lo sé, me han traído muy colgado. No tengo a nadie y las drogas son muy carras. Nadie quiere saber de mí.
–Lo mismo me pasa a mí, estorbaba un montón a todo el mundo. Pero te he encontrado y ya nunca estaré sola –dijo Reme, era la primera vez que alguien la veía sonreír.
–¿Sabes una cosa? –confesó Vicente, moreno de bucles rizados– En todos estos años, desde que te fuiste del orfelinato, nunca he dejado de pensar en ti.




MI PERRO
Isabel
Yo tenía un perro que se llamaba Boby. Era muy bueno y me obedecía en todo, yo le hacía señales con los dedos y se sentaba y se echaba. Le pedía cosas y él me las traía. Por ejemplo, le decía: “Boby, tráeme unos calcetines”, y él abría un cajón de la cómoda, ladrando, y cogía un par con la boca y me lo daba en la mano, moviendo el rabo.
Su pelaje era de color canela y liso. No era muy grande, sino mas bien mediano de altura, tenía unas orejas puntiagudas como las de un bamby, pero más bajito, claro está. Y corría veloz como una bala.
Cuando nevaba, se comía la nieve y empezaba a saltar, como si fuera un helado de nata. Era muy juguetón, pero no era nada rebelde, sino muy bueno y obediente.
Tenía cinco años cuando nos lo quitaron, pero yo lo crié desde los 28 días. Lo trajo a la familia mi madre, en una bolsa. Era el hijo de la perra del carnicero.
Mi madre venía con mucho cuidado con la bolsa no fuera a ser que le diesen un golpe al perrito. Mi hermano y yo preguntamos a mi madre: “¿Qué llevas en la bolsa?” Y mi madre nos dijo: “Ah, sorpresa”. Cuando en ese momento se oyó un pequeño aullido y dije yo, su hija Isabel; “¡Ah, ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé! Es el perrito que nos habías prometido”.
“¿Y cómo lo sabes tú?” “¡Por el aullido que acabo de escuchar!” Los tres, mi madre, mi hermano y yo, en una pequeña pecera redonda de cristal transparente, pusimos tres papeletas con tres nombres para el perro, que fueron Loco, Boby y Lucas, que se lo quería poner mi hermano. Pero salió el de Boby, que fue el que le puse yo.
Mi hermano Antonio se cabreó mucho porque quería que se llamara Lucas, como el pato Lucas. Yo me reía de mi hermano y le decía: “¡Lo siento mucho pero ha salido Boby!” Mi madre también se reía y le decía a mi hermano: “¿Qué más te da que se llame Boby o Lucas?” Y mi hermano Antonio Contestaba: “¡Pues mucho!, pues yo quiero que se llame Lucas”.
Había muchos hombres que le decían a mi padre: “¿Por qué no nos das el perro?” Y mi padre respondía que no, porque sus hijos querían mucho a ese perro.
Esos malditos hombres estaban muy enamorados de Boby porque decían que era un buen perro de caza, a pesar de que se parecía a un bamby.
Un día cuando, tenía apenas cuatro meses, Boby, jugando, me mordió en la nariz, pero la vida es así.
Una noche sombría nos robaron a nuestro Boby. Mi padre salió de noche a buscarlo porque era verano.
Pero Boby nunca más volvió. Eso malditos hombres lo cogieron para su beneficio.

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