Sentada del 22 de diciembre de 2011

TRAIDORA
Laura y Adredista 1
Felipa, que así se llamaba la señora, trabajaba en una empresa de limpieza formada por cuatro hombres y seis mujeres. El dueño visitaba con frecuencia a sus obreros y en especial se entendía con Felipa, tanto que llegó a ser su persona de confianza.
Felipa era también muy querida por sus compañeros, que se fiaban de ella pues era muy solidaria con todos. Si surgía algún problema entre ellos, Felipa encontraba la solución. Si el problema era con el jefe, también Felipa era la persona ideal para solucionarlo. Nunca nadie desconfió de ella.
Por Navidad, el dueño de la empresa le entregó una fuerte cantidad de dinero para repartir entre todos los trabajadores, pero ella, antes de repartirlo, se quedó con una buena parte. Y el resto sí lo repartió entre todos, incluida ella misma. Nadie sospechó que había hecho trampa.
Pasado un tiempo, uno de los empleados coincidió con el marido de Felipa. Y hablando hablando comentaron la propina que el empresario les había dado por Navidad.
El marido descubrió así que su mujer había recibido más que los otros, e inmediatamente pensó que algo raro sucedía con ella. Lleno de sospechas se atrevió a preguntar.
–¿Cómo es que el jefe te ha pagado a ti más que a los demás compañeros?
Ella se puso muy nerviosa y terminó contando toda la verdad.
El marido, sin embargo, no dejaba de pensar que algo tenía que haber entre el jefe y su mujer. Si era una traidora con sus propios compañeros, quizá lo fuera también con él.




UNA NUEVA FORMA DE AMOR
Adredista 2
La soledad en este barrio de lujo de la zona norte de Madrid, sin seres humanos a mi alrededor que me necesiten y en la compañía de un hombre que se pasa la vida leyendo, se me hace insoportable.
Hemos convivido lo mejor posible, él, Luis, prisionero feliz en la biblioteca heredada de sus padres–ni en tres vidas llegaría a leer todos los libros que tiene– y yo cada vez mas desgraciada en un entorno que me resulta inhóspito.
He salido huyendo de esta jaula de oro, rodeada de medidas de seguridad pero ausente de calor humano, hasta un lugar muy lejos de Madrid.
En Bombay la gente vive en las calles. Cada grifo es un cuarto de aseo comunitario y cada trozo de acera el dormitorio familiar. Me he acostumbrado a dormir poco y comer menos, porque dormir es morir a plazos y comer un lujo que apenas me puedo permitir sin que me remuerda hasta el fondo mi conciencia.
Hay una familia –que conozco de viajes anteriores–que vive debajo de un puente, rodeada de basuras y de ratas, y a donde se baja por una pendiente donde caerse rodando es peligroso porque vas a parar a un riachuelo de aguas putrefactas. Los padres y sus cuatro hijos me reciben con los brazos abiertos y me invitan a compartir con ellos un cuenco de arroz cocido, que debemos tomar con las manos a puñaditos pequeños
A pesar de la miseria que te rodea por todas partes –menos en los barrios lujosos, que no frecuento porque me recuerdan el mío de La Moraleja– la gente vive con una alegría inexplicable donde lo religioso tiene un papel fundamental.
Me hace una triste gracia cuando en España se dice que en India ya podrían comerse las vacas: si es que las pobres, al menos las que yo he visto, están tan flacas, son tan puros huesos envueltos en pellejos incomestibles, que poca hambre les podría quitar.
A Luis le llamo para recordarle que le quiero, pero lo hago muy de tarde en tarde, porque pienso que cada rupia que me gasto en llamadas son unos granos que les estoy quitando a esta gente de sus bocas. Y aquí estoy hasta que se me acaba el dinero.
He vuelto a mi cárcel de oro, donde me repongo de una terrible gastroenteritis. Luis ya se va acostumbrando a este tipo de dolencias y se sienta a la cabecera de mi cama y me lee –mientras veo la Sierra de Navacerrada más allá del jardín– obras de Rudiard Kipling referidas a la India o la biografía de la madre Teresa de Calcuta o La ciudad de la Alegría de Dominique Lapierre.
Luis y yo nos amamos y respetamos nuestra libertad, porque los dos sabemos que en cuanto mis huesos se recubran con un poco de carne nos vamos a separar de nuevo.
Yo en busca de mi felicidad en horizontes de pobreza y calor humano, lejos de La Moraleja, y él disfrutando de la suya dentro de sus jaula de oro, sin despegarse de sus libros.
Quizás hayamos descubierto una nueva forma de amor.




CARLA, LA TEMEROSA
Conchi
Mi amiga Carla es muy desconfiada, en el aspecto de que le dices algo y ella “¿será verdad, será verdad? ” Es más desconfiada que la leche que le han dao. Siempre está dudando de todo, nunca se fía de las personas porque tiene desconfianza total y absoluta de lo que dice todo el mundo. De todo duda menos de lo que dice su hermana Lorena.
Duda hasta de los médicos, porque piensa que siempre la están mintiendo. Por ejemplo, en la última endoscopia que le han hecho le han dicho que todo está bien, que no tiene nada por lo que preocuparse.
Pero ella piensa que tiene algo en el esófago y sigue desconfiando de todo lo que la rodea, sean personas o animales. Cada vez que se le acerca un perro, sobre todo si es de esos cabezones que sacan los dientes, ¿los bulldogs?, pone su silla eléctrica a 100 por hora y sale echando leches en dirección contraria, que casi la pilla un coche más de una vez por huir de esa manera.
Cada vez que los voluntarios de Los amigos de la Naturaleza organizan una salida a un museo, ella se inventa alguna excusa, como que no le han cargado la silla eléctrica esta noche o que hace mucho frío para ir de excursión, con tal de no ir, porque siempre piensa que la van a dejar olvidada en el museo o en la sala de conciertos o dondequiera que vayan ese día.
Carla no puede ser feliz de ninguna manera porque siempre está intranquila pensando “¿qué me harán, qué me harán, qué me harán?” No se puede estar desconfiando todo el tiempo de la gente, pienso yo. Menos mal que está su hermana para hacerla entrar en razón, aunque esa es otra historia.

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