Sentada del 1 de diciembre de 2011


SABER VIVIR
Laura y adredista 1
Todas las mañanas, no recuerdo a qué hora, pero temprano, me tienen que asear en la cama, pues yo no puedo valerme. Al terminar, con la ayuda de una grúa, me levantan y me depositan en la silla de ruedas.
Nunca quise que esto me sucediera. Gracias a la silla me desplazo a casi todos los sitios a los que quiero ir. Paro poco en mi habitación, me apunto a todos los talleres en los que puedo participar a pesar de mis limitaciones.
Hoy se me olvidó que tocaba Taller de Escritura y vinieron a buscarme cuando más entretenida estaba viendo en la tele mi programa preferido “Saber vivir”. En el taller de escritura disfruto como una enana, hemos leído y comentado un cuento de Chejov, y ya no me acuerdo de qué iba. El caso es que nos toca escribir sobre nuestras esclavitudes o sobre la nieve que nos ha sorprendido esta mañana rompiendo la monotonía de todos los días. Siguiendo mi costumbre, dudo, y finalmente elijo escribir sobre las esclavitudes que tengo a diario.
La principal esclavitud para mí es depender de una silla de ruedas. Mi primera silla era manual, me quedé sin fuerzas para manejarla y la cambié por una eléctrica que funciona con una batería recargable enchufándola en la corriente eléctrica. En el brazo derecho tiene los mandos, junto a un dispositivo luminoso que me indica la carga de batería que me resta y es muy útil para saber la distancia que puedo recorrer. Como es un poco anticuada, se me descarga con facilidad. Un botoncito verde enciende esta lista de colores, desde el amarillo al rojo. Y muy cerquita de la señal, sobresale la palanca de mando con la que gradúo la velocidad y la dirección, con ella esquivo las columnas que hay en el Centro (que son muchas) y también los obstáculos de la calle. A veces las ruedas se me desinflan y me las hinchan con un mecanismo eléctrico.
En muchos momentos pienso que soy esclava de mi silla de ruedas. Sin embargo ahora, al describirla, me estoy descubriendo que soy yo quien conduce a la silla, y que escojo la que es más cómoda para mí. Ella es mi esclava, que yo no soy tan tonta.




ROBERTO
Adredista 2
No me explico mis lágrimas cuando enterraban a Roberto. La verdad es que no sentía ninguna pena, quizá una ligera nostalgia de los tiempos de noviazgo, cuando me amaba más que a la bebida. Después pasé del amor a la indiferencia. De aquí, a no soportarle, para luego caer en un odio seco y profundo.
Roberto ya no está, el tirano ha desaparecido, la cirrosis se lo ha llevado, y con él, mas de cuarenta años de sufrimientos. Soy libre de entrar o salir de casa cuando me parezca, podré dormir sin sobresaltos, ir a la peluquería sin darle explicaciones y comprarme algún capricho sin suplicarle su dinero. A nadie debo dar cuenta de mis actos. Solo a mi hija, si me parece, que ella sabe comprenderme, juntas nos hemos tragado muchas lágrimas.
Mi vida tiene grietas muy profundas, como las casas destartaladas que se ven desde mi ventana. Los vecinos se marcharon para la ciudad hace mucho. Y los lagartos, que en verano subían veloces por los muros derruidos, no alcanzo a verlos. La única nota de color está en el almendro, que viene anunciando, presuroso, la primavera.
Todo mi entorno me parece viejo y caduco. Mis escasas amigas me han ido dejando: Pura y Antonia han muerto, Rosa está en una residencia, solo me queda Adela, pero ella tiene a Paco –otro de la misma cuerda que Roberto– que no le gusta que hable conmigo.
El sonido del timbre de la puerta me sobresalta ¿Qué tendrá ese artilugio que me aterra? ¿Quizá porque piense que él pueda presentarse aún?
Es mi hija Amparo que, sin dejarme respirar, me zarandea.
–¡Mamá, tengo que decirte algo maravilloso! ¡Vas a tener tu primer nieto! ¡El médico me ha dicho que será un niño!
La noticia –dos veces frustrada por palizas que ella sentía como propias– me hubiera hecho caer al suelo, de no estar apoyada en su hombro. Y me repite:
–Mamá, voy a ser madre y tú, abuela, ¡la abuela más buena y más cariñosa del mundo!
A través de los cristales del salón, testigo mudo de tantas noches en blanco, observo con curiosidad el paisaje de siempre como si fuera la primera vez. En la zona umbría del muro veo una suave mancha de verdín, que parece surgida de pronto. El almendro me saluda en cientos de sonrisas blancas.
Mi hija a mi lado calla, sonríe y llora. Cogidas de las manos me dice:
–¡Mamá! Hemos pensado Alfredo y yo que seas tú la que elijas el nombre del niño.
A veces tengo reacciones que no comprendo. De no ser así, ¿cómo se explican mis lagrimas en el momento de mi liberación? ¿Y cómo puede ser que en la paz de un hogar, ahora sin violencias, se haya escapado de mis labios un nombre cien veces maldito?
–¡Roberto! Así es, hija mía, como quiero que se llame mi nieto.




NIÑA INSOPORTABLE
Conchi
Mi padre no tenía mal carácter, pero cada vez que le desobedecía se cabreaba. A mí me daba igual, yo hacía lo que me daba la gana... Sabía que mi padre casi siempre tenía razón, pero nunca se lo iba a decir porque yo era una cabezona.
Cada vez que no me gustaba la comida no me la comía. Era muy pequeña y ya tiraba los platos al suelo. Mi madre me pegaba en las manos para que no lo hiciera, pero a mí me daba igual. Cuando no me gustaba la comida, o cerraba la boca o tiraba los platos al suelo... Tenía mucho genio... Y mi madre me ponía las manos coloradas.
Recuerdo una vez que había cocido para comer. A mí nunca me han gustado los garbanzos, así que ¡zas!, estampé el plato contra la pared. Mi hermano, que estaba sentado a mi lado y siempre hacía de hermano mayor, aunque solo tenía 18 meses más que yo, me arreó tan fuerte en la mano que se me puso más roja todavía que la cara, pues tan colorada se puso mi cara de la rabia que parecía que iba a explotar, porque yo tengo mucho genio, aunque descubro que me estoy haciendo mayor cuando, a veces, consigo controlarlo.
Pero aquella vez mi madre le dio un revés en la tripa a mi hermano y le dijo:
– ¿Por qué has pegado a tu hermana, que no se puede defender?.
Y yo me alegré de que diese a mi hermano.
Reconozco que por aquel entonces era un poco puta en este aspecto. Siempre era yo la que empezaba las riñas y era mi hermano el que se llevaba todos los golpes. Yo siempre me salía con la mía, incluso lloraba como de mentira para que le echaran la culpa a él. Pero aquella vez no tuve que fingir las lágrimas, aunque no eran de dolor sino de rabia. Era la primera vez que mi hermano me pegaba, pero no iba a haber muchas más, que yo aprendí rápido la manera de que mi madre se las devolviera.

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