Sentada del 3 de noviembre de 2011

CAMARADAS
Fernando
Pilar y Magdalena no recuerdan haberse separado nunca en la vida. Se conocen desde niñas, se criaron juntas en el pueblo, iban juntas al colegio, a la piscina y al cine de verano, eran inseparables. Cuando comenzaron a verse también en el bar, el pueblo ya se les quedaba pequeño.
La primera decisión importante que tomaron las dos amigas fue irse a Madrid. Alquilan juntas un piso en Moratalaz y buscan trabajo. Magdalena consigue muy pronto trabajo en un bingo por la plaza de Manuel Becerra. Pilar tardó un poco más, y por fin se colocó de camarera. Han tenido suerte, son felices.
Un día Magdalena siente raras y difusas molestias y va al médico. Al principio creyó que sería cosa de la regla, pero pasa el tiempo y no mejora. El cólico nefrítico la sorprende en la cama y no soporta el dolor. Pilar la lleva al hospital y en el Gregorio Marañón les dan la peor noticia de su vida.
Después de muchas pruebas, ecografía, escáner, pero sobre todo análisis, el diagnóstico es demoledor. Magdalena sufre de insuficiencia renal y necesita de diálisis inmediatamente. O sea, ha perdido la libertad, estará de por vida atada a la diálisis. Incluso peor, pues el nefrólogo advierte de que el deterioro de sus riñones es demasiado rápido.
–Magdalena, sólo un trasplante te salvará la vida.
Han sido demasiadas malas noticias en demasiados pocos días, pero Magdalena se resigna. Es hija única y su padre murió siendo ella niña. Su madre, siempre muy delicada, tampoco le sirve de mucha ayuda. Solo tiene a Pilar para apoyarse y solo Pilar la ayuda de verdad y la sostiene.
Pero la lista de espera corre muy lenta, el donante no llega y la que no puede resignarse es Pilar. Observa el deterioro de su amiga y se desespera, la quiere demasiado. Y toma la decisión. De momento no le dice nada a Magdalena por no crearle falsas expectativas. Se hace las pruebas y, cuando el cirujano le asegura que son compatibles, entonces sí.
–Magdalena, el miércoles es tu cumpleaños y te voy a hacer el regalo de tu vida, yo soy así.
En fin, que las operaciones son un éxito y Magdalena vuelve a tener una vida al lado de su amiga.
–¿Y cómo te podré pagar yo esto? –le dice a Pilar un día Magdalena, que está recuperada, ha vuelto a trabajar y por fin vuelve a sonreir.
–Que nunca se te ocurra ponerme los cuernos.



LOLA, LA REBELDE
Estrella
Lola y Eduardo se conocieron en la discoteca de la calle Tetuán. Ahí comenzaron los problemas para Lola, porque ella no era de esas mujeres que acostumbraban a enamorarse.
Lola nació hace veinte años en la muy judía y muy mora Córdoba. Desde niña destacó por su carácter. Discutía mucho con sus padres y estas discusiones hicieron de ella una chica rebelde. Estaba un poco hastiada de broncas, y una mañana temprano cogió sus maletas y se fue de casa.
Fue llegar a Madrid y ponerse a buscar trabajo, pues no tenía ni un duro. Por su forma de ser, no encajaba en ningún empleo. Probó de modista, primero, y después de planchadora en una lavandería, pero siempre salía regañada con los jefes. Lo intentó de carpintera en una fábrica de muebles, pero también se fue.
–Los jefes nunca tienen la razón –le dijo Lola a Eduardo el mismo día  que lo conoció.
Eduardo es policía desde los 18 años. En estos últimos doce no ha conocido otro mundo que el de la comisaría y la discoteca. Está acostumbrado a obedecer, se diría que nació para eso. Y lo que más le gusta de las mujeres es precisamente que le obedezcan a él, o sea, poder domarlas. Es como si lo necesitase, por eso va a la discoteca, a realizarse. Tantas son las humillaciones que recibe cada día del sargento, que necesita demostrarse a sí mismo que no es una mierda. Diferencia poco a una mujer de cualquier detenido en el calabozo. No para de hostigar a sus ligues hasta que ellas hacen lo que él ordena.
Con Lola lo hubiera tenido difícil si ella no se hubiera colgado del poli. Lola nunca había hecho mucho caso a los especímenes de discoteca. En realidad, acostumbraba a ir por allí para reírse un poco de ellos. La música la relajaba y se evadía de los problemas.
Pero con el poli perdió los papeles y se quedó pillada sin poder evitarlo.
Se citaron en días sucesivos y siempre terminaban la noche en el apartamento de Lola, que no quedaba lejos de la calle Tetuán. Eduardo nunca disimuló al gallito que llevaba dentro y trataba a Lola sin ningún respeto. Al principio a ella le parecía gracioso, cosas de macho alfa, y se lo toleraba.
Pero un día, la tercera o cuarta noche, Eduardo gritó sin venir a cuento, hablaban del color del pintalabios de Lola y no se ponían de acuerdo:
–Los jefes no tendrán razón, pero yo sí –y le propinó un guantazo a la chica.
A Lola, por fin, se le despertó la chica libre que aquel poli había anulado y gritó como nunca lo había hecho:
–Lárgate de mi casa, tontolaba.
El poli se asustó, sobre todo por el escándalo. El grito de Lola se había oído en toda la escalera, y no vivían pocos vecinos en aquella corrala. El gallito se convirtió en gallina, cogió la escalera y no dijo más.
Cuando Lola rompía con un hombre era para siempre, pero semejante trato era intolerable para Eduardo. Hacía una semana que se habían conocido y ella ya no quería ni volver a verlo. Ni le cogía el teléfono.
El poli había vuelto por la discoteca algunas veces, pero Lola ya no iba, precisamente para no encontrárselo. Aquella noche era muy fría, se avecinaba tormenta y comenzó a llover. Lola caminaba a paso ligero para no mojarse. En esos momentos empezaba a tronar, pero ni los truenos impidieron que oyese unos paso acercándose, que la asustaron. Se giró sobre sí misma y sintió una fuerte punzada en la boca del estomago. Antes de desvanecerse, aún pudo ver la pistola en la mano de Eduardo, esa cosa cuyo fogonazo la había deslumbrado unos segundos antes.


RELACIONES DESIGUALES
Laura y adredista 1
En mi vida profesional como enfermera, siempre me ha gustado dejar las cosas claras en mi trato con los enfermos, con mis compañeros o con mis superiores. Así todos me conocían y yo aprendía de qué pie cojeaba cada uno.
Los enfermos que tenía a mi cargo en la Unidad de Coronaria se alegraban cuando se enteraban de que yo estaba de servicio y muy contentos me decían: “Ya está aquí Laura”. La alegría era mutua, porque yo les quería mucho.
Yo siempre procuré, aparte de tratarlos con cariño y hacer bien mi trabajo, entrar en su habitación para facilitarles cualquier cosa que les hiciera falta. Para mí, como enfermera, el trato integral al paciente era un dogma, y en este trato se incluía todo, desde la higiene al bienestar psicológico. Con una sonrisa les daba la medicación, les ponía una inyección o les lavaba, y eso hacía más agradable la relación sin necesidad de recibir ningún tipo de regalo. Yo era feliz con que ellos estuvieran contentos y bien atendidos.
Durante los años, ahora no sé cuántos, que trabajé en el Hospital de Cruz Roja, en Reina Victoria, el único y mejor regalo que recibí fue esa alegría diaria de los enfermos cuando comprobaban que yo estaba trabajando.  
En fin, que no me gustan los chantajes de ningún tipo, me gustan las cosas claras. Siempre me ha gustado la sinceridad en el trato entre las personas, porque es la única manera de expresión razonable para comunicarnos y conocernos mejor.

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