Sentada del 13 de octubre de 2011

UN SANTO
Conchi
San Leopoldo nació en Madrid, en el paseo de las Delicias, en 1978. Con 5 años le atropelló un camión que le rompió las dos piernas y se las tuvieron que amputar. Desde entonces llevaba piernas ortopédicas y tenía que hacer mucha rehabilitación para poder andar.
Aunque se metió muchos golpes y se llenó la cara de moratones (siempre la tenía llena de sangre), no se desanimaba para nada y seguía adelante.
Cuando tenía 11 años se murió su madre de cáncer de páncreas y un mes más tarde se murió su padre de un infarto.
Como no tenía más familia, acabó en una residencia infantil. La mayoría de los chicos se metían con él, llamándole cojo de mierda. San Leopoldo los ignoraba y se conformaba con todo, incluso cuando le tiraban al suelo o le rompían la camisa.
A los 18 años lo echaron de la residencia por ser mayor de edad y se puso a trabajar de auxiliar administrativo en una oficina.
Su jefe no le respetaba para nada y se reía de él. Y, a continuación, sus compañeros de trabajo. Alquiló una habitación que le costaba casi todo lo que ganaba y de la que cada día le desaparecía algo. Él se resignaba y rezaba cada noche pidiendo respeto y un buen sueldo, pero cuanto más rezaba más putadas le hacían.
A los insultos respondía con sonrisas, a los maltratos poniendo la otra mejilla, si le robaban les entregaba todo lo que llevaba encima sin oponer resistencia. Y a pesar de todas sus desgracias, san Leopoldo se sentía pleno de felicidad.
El 11 de marzo de 2004, San Leopoldo iba en uno de los vagones del tren que explotó en Atocha. Su cuerpo quedó calcinado y su alma subió directa al cielo, y allí se quedó aburriéndose por toda la eternidad.



EL AHORRADOR
Laura y adredista 1
Para ser ahorrador hay que saber conservar el dinero que uno tiene. Eso es lo que hago yo, que acostumbro a emplearlo para mis necesidades y para pagar a las personas que me atienden: me limpian el cutis, me dan masajes, me cortan el pelo cuando lo necesito, me hacen la manicura... porque soy presumida y me gusta estar bien. Gasto el dinero solo en las cosas que necesito, sobre todo en ropa de buena calidad. Y si tengo dinero suficiente, no dudo en comprarla, si no lo tengo, solo la miro. 
En el taller de escritura me ahorro todo: el bolígrafo, el papel y el pago a las personas que me ayudan. Es algo que no había pensado nunca hasta hoy, es totalmente cierto.¡Qué poca vergüenza tengo!
Vivimos en una sociedad de consumo donde no todo el dinero se aplica bien. Muchas veces se gasta más de lo que se tiene. Así nacen las trampas, y las trampas no traen la felicidad, sino que la gente termina con la soga al cuello.
Me imagino lo mal que lo puede pasar la gente derrochadora, su cabeza no debe de funcionar bien: gasta más que gana, llena su habitación de cosas que no usará jamás y terminará olvidándolas en cualquier lugar y, si son perecederas, se le estropearán. Ese es el camino para la ruina.
Además, estas personas son incapaces de donar lo que les sobra a otras más necesitadas, pues la ruina ha entrado también en su corazón.
La persona ahorradora siempre tiene dinero. El dinero se obtiene por el trabajo, o por herencia, o incluso –algo muy poco frecuente– porque ha tocado en la lotería. Pero es tan fácil gastarlo.


EL SEISCIENTOS DE MI PADRE
Víctor y adredista 0
Se puede decir que yo he crecido a la sombra de un seiscientos. Literal, fue el primer coche de mi padre y con él íbamos toda la familia a las fincas, sobre todo a una parcela de regadío, donde mi padre tenía los tomates, los pimientos, los pepinos y todo eso. Íbamos en aquel coche los seis de la familia, mama, papa y los cuatro hermanos, y Curro, el perro, que siempre nos acompañaba, y los canastos vacíos, y volvíamos los seis, por supuesto, con el perro y la cosecha recogida, todos los cestos llenos en la baca.
A mí me dejaban a la sombra del coche y Curro jugaba conmigo, me hacía compañía. Lo recuerdo con cuatro, cinco, seis, siete años. Como todavía era pequeño, no usaba silla de ruedas y me llevaban en brazos, unas veces mi madre, otras mi padre y otras Pedro. Me dejaban a la sombra del coche siempre.
Había árboles por allí y mi padre el seiscientos lo aparcaba siempre a la sombra, pero mi madre colocaba la manta pegada al coche y a mí me colocaba encima, "que de la sombra del coche me fío más, no se mueve tanto", decía. Pero yo gateaba mucho y más de una vez me tuvo que buscar el Curro porque me había ido gateando lindera adelante, a los maíces.
Cuando íbamos a recoger melones, a lo de secano, también íbamos en el seiscientos, pero allí no había árboles y yo procuraba que no me diera mucho el sol, no me iba muy lejos.
En el seiscientos me llevaba mi padre a Badajoz, a rehabilitación, una vez a la semana, a la Residencia, con un médico. A Badajoz sólo íbamos mi padre, mi madre y yo.
Fue en uno de estos viajes que a mi madre la atropelló un autobús y la mató. Yo sentí entonces un vacío que no se me acaba de llenar.
Y al poco de aquello, mi padre cambió el seiscientos por un citroën algo más grande. Ahora que lo pienso, el seiscientos y mi madre llenaron mi niñez y a los dos los perdí casi al mismo tiempo. Con aquel seiscientos se fue mi niñez.

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