Los monaguillos

Sebas
Recuerdo que mi hermano y sus amigos eran monaguillos y yo sentía una gran admiración por ellos, soñaba que algún día también lo sería.
Un buen día mi hermano y mi primo José me dijeron que un monaguillo había cogido la baja y que, si yo quería, podía entrar en la plantilla. Un poco por la admiración que sentía por ellos y otro poco por seguir los pasos de mi hermano mayor, que casi siempre los hermanos menores lo hacemos, me decidí a entrar de monago, como nos decían en el pueblo.
Ellos, como veteranos en la materia que eran, me acompañaron hasta la iglesia. Allí estaban el cura, el sacristán y el campanero, me presentaron a todos. Yo estaba temeroso y cohibido, mis palabras eran balbucientes, mis gestos torpes. Ellos me dieron la bienvenida y me dijeron que iba a estar maravillosamente, pues el monaguillo desempeña una función muy digna y meritoria.
Seguidamente me dieron tres juegos de sotana, azul, negra y roja, las llevé a casa y mi madre y la muchacha las lavaron y plancharon dejándolas impecables, dispuestas para mi primera actuación.
Después de varios ensayos y repasos al latín, llegó el día tan esperado. Los compañeros me dijeron cómo tenía que vestirme, porque ese domingo tenía que ayudar en la misa.
Pronto todos empezaron con sus travesuras, algo que yo esperaba. Durante la celebración de la misa se ponían zancadillas unos a otros y una de las veces cayó uno que transportaba el incensario y se derramaron las ascuas por la gran alfombra que cubría el altar. El campanero, que estaba en la sacristía, salió corriendo y, cogiendo las ascuas con la mano una a una, las fue introduciendo otra vez en el incensario. Cosa milagrosa, ni se quemó el ni se quemó la alfombra. Sería porque estábamos entre santos. Durante toda la misa estuvieron haciendo actos irreverentes, sin que el cura, bastante mayor y un poco bobo, se diera cuenta.
Después de la celebración de la misa, cuando entramos en la sacristía, vinieron un grupo de beatas y nos dieron capones hasta aburrir, ¡cómo nos picaba el cogote! A mi hermano fue a uno de los que más le dieron. Se acercó el campanero con sonrisa socarrona y, abriendo un gran banco que nos servía de asiento y despensa, sacó una botella de vino y nos dio un trago a cada uno, comentando entre carcajadas: “¡Esto, son gajes del oficio!”
Fui aprendiendo latín para ayudar en funerales, misas, bodas, bautizos y comuniones, de donde me sacaba unas pesetillas de propina, amén del reparto de sisas de las recolectadas del cepillo. Poco a poco me fui rodando en el oficio, pero al lado de los veteranos seguía siendo un pardillo.
Llegó el día de la patrona, ¡qué calor hacía aquella tarde! Después de todas las ceremonias matinales, a la tarde teníamos que salir en la procesión. Entre todos los monaguillos sorteamos quién debería llevar la Cruz y ser el guía de la procesión. El caso es que, con trampas o sin ellas, me tocó a mí.
Sin darme cuenta, me cambiaron las sotanas nuevas y en su lugar me dejaron unas con un gran agujero a la altura de la bragueta. Sin saberlo, rápidamente me las puse y cogiendo la Cruz de guía salí al centro de la plaza para esperar que se fuera formando la procesión. Una vez formada, me dieron la orden de salir caminando calle adelante. Tuve la mala suerte, cuando habíamos recorrido un buen trecho, de equivocarme de calle y guié la procesión por otro recorrido distinto al habitual. Yo notaba que algunas mujeres me golpeaban con los abanicos, sabía que era porque algo estaba haciendo mal, pero no sabía qué, y fui tirando hacia adelante por un itinerario distinto hasta llevar la procesión de vuelta hasta la iglesia.
Después de la ceremonia, el broncazo que me lleve fue de los que hacen época. Lo que más miedo me dio fue que, al cambiar el itinerario, no pasamos por la puerta de los señoritos, dueños de la patrona, y los deje colgados con toda la parafernalia que tenían montada en su balcón.
Total, que de aquel asunto no saque ni una peseta. Creí que este iba a ser el final de mi carrera como monaguillo, pero todavía siguieron dándome oportunidades.
Un día nos subimos a los tejados de la iglesia para coger pájaros y darnos una buena merendola. Eran los tiempos de "todo lo que se mueve y vuela, a la cazuela", que el hambre no era aún memoria. Cuando estábamos enfrascados en la tarea, Jaime, que era el monaguillo mayor, se fue y nos dejó encerrados con llave dentro de la iglesia. Mientras estuvimos encaramados en los tejados, ni nos dimos cuenta. Cuando bajamos, después de haber cogido unas dos docenas de pájaros, el susto fue mayúsculo. Como no podríamos salir de la iglesia, y las horas iban pasando y el miedo multiplicándose, decidimos tocar las campanas y dar la alarma. La cosa causó efecto y pronto el sacristán fue a liberarnos. Después de una monumental bronca, nos quito los pájaros y se fue con ellos a la taberna, para comérselos con sus amigos.
Iban pasando los días y cada vez me sentía más a disgusto con la conducta de mis compañeros. Hubo momentos en que quise dejarlo, pero el maestro, el cura y mis padres no me dejaron.
Llegó el mes de octubre y con él, el Rosario de la Aurora. Todos los domingos del mes teníamos que levantarnos a las seis de la mañana para ir llamando de casa en casa para que la gente acudiera al Rosario. Esto era lo que más me gustaba, pues íbamos dando golpes por las puertas, gritando y armando jaleo por las calles. Total, actos vandálicos según mi padre, que decía que yo iba para vándalo. Cuando había un número de personas importante en la iglesia, salíamos en procesión con faroles y velas rezando el Rosario por las calles del pueblo. Amanecía cuando volvíamos a la iglesia, escuchábamos misa y después nos íbamos a las huertas y al río a coger membrillos, algunos barbos o pájaros. Y cuando nos parecía bien, acudíamos a casa a desayunar, aunque fuera tarde y nos expusiéramos a alguna reprimenda.
Pero octubre terminaba y el rosario dio paso a las Novenas por las santas ánimas. ¡Qué poco me gustaba aquello! Lo primero que hacíamos era colocar un catafalco delante del altar mayor, lo cubríamos con un gran paño negro con ribetes dorados y una gran cruz dorada en el centro. Y encima colocábamos una calavera y dos fémures naturales. Todo resultaba muy tétrico y, como era por la noche, me daba bastante miedo y deseaba que terminara cuanto antes aquella historia de novenas. Jaime y los otros jugaban con la calavera, echándosela unos a otros como si fuera una pelota. A mí me daba bastante repelús tocar la calavera.
La noche de las ánimas era tradicional pasarla en la iglesia tocando las campanas junto al campanero, ése anciano de sonrisa pícara, siempre con la cola de un cigarrillo en los labios y que tantas pillerías nos enseñaba. Él fue quien nos inició en las caladas a los cigarrillos y en los tientos a la botella del vino de consagrar, que menudos lingotazos nos dábamos.
Para pasar la noche, salíamos a pedir por las casas del pueblo alimentos. Nos daban de lo que había y en algunas casas pudientes hasta algo de matanza. Encendíamos un fuego que, aparte de servir para calentarnos, también valía para asar las chacinerías. Cada quince minutos tocábamos las campanas, con un toque lúgubre de muerto. El abuelo Patacón, que así le llamaban al campanero, nos metía miedo, diciendo que él veía a los difuntos, que la iglesia estaba llena de ánimas. Y nos iba señalando y nombrando a muchos habitantes del pueblo que conocíamos nosotros y habían muerto.
Yo terminaba temblando y no paraba de mirar para ver si veía alguna de las ánimas que él decía. Los demás no se quedaban atrás, también estaban muertos de miedo. Cuando ya no pude más con la carga psicológica, salí corriendo para irme a mi casa. Cuando pasaba por la nave central parecía que iba volando y que muchas manos me querían coger, todo los santos de las capillas laterales parecían que salían corriendo detrás de mí.
Ya en la calle, subí a mi casa como un meteoro, me metí en la cama vestido y todo, tapándome la cabeza. Fuera se oían los toques lúgubres de las campanas y el viento soplando con fuerza en las ventanas. Estuve encogido en posición fetal toda la noche, muerto de miedo y pensando que me iba a morir. ¡Menudo alivio por la mañana!, al ver que todo había pasado y yo estaba bien.
Al día siguiente íbamos al cementerio a cantarle responsos a las tumbas de los difuntos. El cura rezaba en latín y el sacristán y nosotros le contestábamos con unos cánticos también en latín, y después esparcía agua bendita con un hisopo en los nichos. Yo llevaba una bolsa de tela para meter el dinero de las cuotas, siempre bajo la atenta mirada del sacristán, por sí nos guardábamos algo de dinero.
El sacristán era todo un personaje en la iglesia y en el pueblo. Sabía mucho de música y canto, hasta cantaba misas gregorianas e interpretaba al órgano maravillosamente. Pero tampoco se escapaba de alguna de nuestras travesuras: solíamos poner los misales de las chicas que cantaban en el coro encima del teclado, con lo que los fuelles estaban llenos de aire y el órgano sonaba a destiempo. Él lanzada miradas furibundas, como dardos envenenados, a las chicas.
En la iglesia pasábamos una gran parte de nuestro tiempo libre, pues la sacristía, las cámaras, los patios y otras dependencias, eran campos apropiados para nuestros juegos y travesuras. Una tarde que el cura, el sacristán y el campanero habían salido, uno a merendar y los otros a echar un cuartillo de vino a la taberna de la Máxima, vimos que había un gran número de mujeres para confesar y Jaime –cómo era el mayor, se inventaba la mayoría de las travesuras– aquella tarde decidió que iba a ocupar el puesto del cura en el confesionario y confesó a todas las mujeres y le puso una gran penitencia. Luego, en la sacristía, entre grandes carcajadas, nos contó los pecados de todas.
Cuando vino el sacerdote y las llamó a confesar, dijeron que ya lo habían hecho y que ahora estaban rezando la penitencia. El cura se olió la tostada y entrando en la sacristía la emprendió a tortazo limpio con nosotros, nos echó a la calle y dijo que no volviéramos más por allí.
Ese fue el final de nuestra carrera como monaguillos, con la consiguiente preocupación por las consecuencias que todo esto podría acarrear, en la otra vida.

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