Capataz

Rafa
Entraba a trabajar por la mañana y llegaba oliendo a demonios. No era el orujo, no. Ni siquiera la halitosis, de caballo. Lo que olía, de marear, era el sudor estancado de su cuerpo, una mugre de tres semanas.
–Ahí viene Manolo –avisaba el peón más veterano, para evitarnos algún mal encuentro.
Manolo, además, era el capataz y había que respetarle. ¿Pero cómo respetar a alguien si no puedes acercarte a él, a riesgo de terminar contaminado o mareado?
Manolo tenía un truco, que tampoco era tonto. Te daba la tarea el día anterior, a la salida del tajo, cuando más cansado estabas y cuando tu estómago también estaba ya un poco estragado de tanta humanidad merodeando. O sea, que si tenías náuseas en ese momento, ya no perdías horas de trabajo. Y, además, estabas deseando llegar a casa.
–Mañana os doy un destajo, los 50 metros de fachada a 200 pelas el metro.
–O sea, –replicaba yo– que tendremos que hacer 150 metros cuadrados de ladrillo cara vista y colgados del andamio y sin grúa.
–Me has entendido a la primera.
Con Manolo, todo eran ventajas para la empresa, no perdías el tiempo discutiendo precios o metros porque terminabas con náuseas severas. Y además, tampoco te haría caso.
–O sea, compañeros –éramos tres oficiales y dos peones y yo les tenía que explicar el acuerdo– que mañana nos tendremos que deslomar, como hoy.
–Tendríamos que quejarnos al encargado. No se puede hablar con un tipo tan repugnante –sugería el veterano.
–¿Por qué te crees que lo tienen de capataz? –replicaba mi compañero Félix, que sabía de obras.
Y mañana la cuadrilla volverá oliendo a rosas y Manolo continuará sin lavarse ni la boca, que es invierno y el agua está helada en invierno.

No hay comentarios: