Un caso

Víctor y adredista 0
Cuando Rosario desapareció, yo sabía dónde tendría que buscarla la guardia civil. No dije nada hasta el segundo día, cuando ya los vecinos se habían pateado el campo, las dehesas del otro lado incluidas, y Rosario no había aparecido.
–Se ha ido, se fue a Madrid –me decía mi hermana.
–No, yo sé que no se ha ido. Yo sé dónde hay que buscarla.
–¿Dónde? –se sorprendió Macarena.
–En el pozo de Juan Carlos.
–Estás loco, tú –mi hermana no me hizo caso.
El mismo día de la desaparición, yo había sorprendido una fuerte discusión entre Rosario y su marido, detrás de la iglesia. Él la estaba llamando de todo, puta, zorra, una vergüenza de insultos, un delito. Los dos estaban detrás de la iglesia, entre dos contrafuertes, y ni me vieron. Tampoco hablaban muy fuerte, en realidad no querían dar el espectáculo y contenían las voces.
Entre insulto e insulto, pude escuchar que el cornudo acusaba a Rosario de ser la amante de Juan Carlos.
Pues la misma noche, tras haber sorprendido esta discusión, desapareció Rosario.
Pasados unos días, por fin la guardia civil hizo algo, detener al cornudo. Y comenzaron a buscar a Rosario bajo tierra, en todas las fincas y propiedades del matrimonio. Hicieron agujeros por todas partes pero no aparecía el cuerpo. Y volví a decírselo a mi hermana:
–El cuerpo está en el pozo de Juan Carlos.
Con la detención del marido, se extendió el rumor de que Rosario tenía un amante, pero nadie señalaba a nadie. Y pregunté a mi hermana:
–Si tuvieses que deshacerte de un cadáver, ¿dónde lo arrojarías?
–Delante de la puerta de mi peor enemigo –contestó muy sabiamente mi hermana.
–Es lo que hizo el marido de Rosario.
Y mi hermana volvió a decir que yo estaba loco.
Al día siguiente la guardia civil soltó al marido y detuvo a Juan Carlos. Alguien había identificado al amante y el cadáver apareció de inmediato en su pozo.
Mi hermana se asustó mucho y comenzó a preocuparse de verdad. Habló con el cabo, que es amigo suyo, y este ordenó rastrear mejor el pozo, en busca de pruebas que me incriminasen. Y allí encontraron el único error, en mi opinión, que cometió el asesino, un hacha, que todos reconocieron como el hacha del marido de Rosario.
Descubierta el arma del crimen, Juan Carlos fue liberado, pero el cabo no era de mi opinión, en lo referente al error, y ya no estaba seguros de nada.
–Son los inconvenientes de lo obvio –le digo yo para disimular sus pocas luces, cuando me confiesa que ese hacha podo usarla cualquiera, puesto que cualquiera sabía quién era su dueño.
Pero mi observación lo le ha confundido más todavía.
–¿Cómo iba a tirar el cadáver al pozo Víctor, desde su silla de ruedas? –sorprendí que le recriminaba mi hermana a la tarde siguiente.
–Ayudándose con la polea –contestó el cabo, que se resiste a dar por cerrado un caso tan goloso.

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