Sentada del 24 de febrero de 2011

SERENO
Rafa
—De todo este término tiene que tener cuidado el sereno, dando vueltas toda la noche — me dijo sonriente Manolo, el jefe de turno.
—Descuida, jefe —le contesté—, que mi mujer prepara el café más cargado de toda La Rubia.
Era mi primer día al cuidado de aquella obra en Valladolid, unos pisos en la orilla más alejada, junto a la vía del tren en dirección a Salamanca. Esa noche no hubo necesidad de mantenerse a flote con el café. Yo solía verle el fondo a la botella de litro en las doce horas que duraba mi turno de noche; lo iba vaciando cazuela a cazuela y lo calentaba con leña en la primera placa que encontrara por allí.
Al poco rato que se marchó Manolo, se oyó el primer ruido de la noche y fui a averiguar qué lo producía. Eran los gatos que andaban cuidando a sus crías. Como se desplazaban por todo el lugar, metían un ruido terrible al pisar sobre las tablas sueltas. Y siendo el primer día de trabajo, no era para ignorarlos o pensar siquiera en echar una cabezadita.
El otro ruido que me puso en alerta esa noche fue el de una patrulla de la Policía Nacional, que se acercó para ver quien estaba de guardia. Al verme, me reconocieron en seguida de otras obras en las que había trabajado anteriormente. Todos los polis del cuartel me conocían, igual que los inspectores y los de la secreta. Esos pisos fueron comprados en su mayoría por ellos mismos, de modo que todo el tiempo que estuve allí iban a ver como avanzaban las obras. A veces, era más el trajín de ellos que el de los gatos.
Fue una de mis temporadas más tranquilas en el trabajo. Dejé de notar a los gatos y con tantas visitas de la poli se me hacía la noche más corta. Fue una temporada que regresaba a casa con el termo de café a la mitad. Es curioso ver de donde nos puede llegar, a veces, la serenidad. El café, como dicen, no debe ser muy bueno para los nervios.



MANU Y JORGE
MaryMar y adredista 7
Manuel y Jorge siempre fueron grandes amigos. Cuando eran pequeños iban a la misma escuela. Hacían muchas travesuras.
El cerebro era Manu. Ideaba todo tipo de enredos, pero era cobarde y no se atrevía a llevarlos a cabo. Jorge era el que llevaba a cabo las fechoría: cogía ratas y las tiraba cuando el profesor estaba en la pizarra explicando, comenzaba batallas con miga de pan, echaba garbazos por el suelo de la clase, para que el profe pisara y se cayera, avisaba por teléfono de que en el Colegio habían puesto una bomba y tenían que desalojar…
Jorge siguió siendo travieso cuando creció y Manu seguía dándole ideas. Pero en una ocasión cruzó por la carretera sin mirar, vino un camión y lo atropelló. Lo dejó echo papilla.
Una ambulancia lo recogió y lo llevó al hospital. Manuel lo visitaba todos los días que podía, pero Jorge estaba cada vez peor, hasta que llegó un día en el que su corazón no resistió y murió.
La única familia de Jorge era Manuel. A su entierro sólo el amigo asistió. Manu se quedó tan solo y tan triste, pues ya no tenía a nadie que pusiese en valor sus ocurrencias, que ya no quería ni salir a la calle. Era tan grande la pena que sentía que Manu terminó por convertirse en un muerto en vida.


UNA EXTRAÑA PAREJA
Isabel
Una vez, una pareja de jóvenes me auxiliaron cuando me caí de la silla en un semáforo. Me hice tan amiga de los dos, eran testigos de Jehová, que todos los domingos me iba con ellos al culto, hiciera frío o calor.
La mayoría de jóvenes son así de sanos y buenos: si te tienen que hacer un favor, te lo hacen. Por ejemplo, te ayudan a cruzar la calle cuando te ven agobiada con la silla. Sin embargo, los hay que no te hacen ni ése ni ningún otro favor, sino que te ignoran y te echan tierra encima, y la que se queda de piedra eres tú. Me da mucha rabia que algunos te miren por encima del hombro. Son tan vagos que no mueven un dedo para ayudarte, cuando vas en tu silla de ruedas. En vez de eso, te echan la mano al cuello.
La pareja de testigos de Jehová era muy simpática. Ella era muy cariñosa y él muy correcto. Ella tenía el pelo rizado y con melena y usaba gafas. Era muy alta y delgada. Él era fuerte y moreno, con el pelo ondulado, y cojeaba un poco.
Decían que su lema era “paz, amor y felicidad”, que eso era lo que decía Jehová. Esto de acompañarlos al culto duró muy poco tiempo, porque veía que me metía en un pozo sin fondo. Dejé de ir, pero echaba de menos a la pareja. Los testigos no paraban de hablar y eso me mareaba, debido a mi enfermedad. El chico, la verdad, también parecía un poco loro.
Dejé de ir al culto porque no me sentaba bien. Duraba demasiado y, cuando llegaba a mi casa, caía en un sueño tan profundo que al día siguiente, cuando me despertaba, siempre era lo mismo, un convencimiento de que todo lo de los testigos de Jehová era muy impráctico para mí.
Pasó el tiempo y un día llamaron a la puerta. Bajé las escaleras con mi rampa eléctrica, abrí el portal y me encontré a mis amigos. Cada uno me dio dos besos y les invité a café, cosa que no me rechazaron. Yo tomé un vaso de zumo de naranja.
Cuando terminaron de beber el café, se fueron y los acompañé a la puerta. Regresé a la cocina y mi sorpresa fue mayúscula: sobre la mesa estaban las escrituras de un nuevo piso de veintiocho metros cuadrados ¡a mi nombre!
Empecé a suavizar mis conceptos sobres los testigos, pues comenzaban a realizarse mis postergados sueños de independencia de una forma casi milagrosa. De otra manera, hubiese tenido que irme a vivir con mis padres o a una residencia.
Y comencé una nueva vida, ahora sin alquiler. La única persona que pude conseguir para asistirme (subirme y bajarme de la silla, ponerme al servicio, etc.) fue un baloncestista yugoslavo que medía dos metros veinte.
Poco a poco fui dándome cuenta de que el piso era como una manzana envenenada: la comunidad, el seguro, la luz y el agua, el gas, etc, todo eran gastos. La falta de adaptaciones del edificio y del barrio las suplía de maravilla mi asistente, pero a partir de la puerta, lo mejor que podía hacer era lanzarme desde la marca de los tres puntos. De otro modo corríamos el riesgo de destruir las paredes con sus codazos o el techo con su cabeza.
Harta de deudas y disgustos, un domingo llevé las escrituras del piso a los testigos, para devolvérselas y agradecerles a mis amigos el detalle. Pero ellos hacía mucho que no iban por allí, pues la crisis los había retirado del negocio inmobiliario. Los fraudes que habían hecho a sus propios amigos los habían obligado a iniciar una nueva vida como promotores turísticos en el caribe.
Y ahora, a la sombra de las palmeras no sentían las limitaciones de los veintiocho metros cuadrados que tuvieron a bien regalarme. Se dedicaban a la tarea de hacer realidad su lema: “paz, amor y felicidad”.

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