San Bernardo

Carmen
Eran días muy duros. El frente se rompía y los obuses explotaban cada vez más cerca del pueblo. Bernardo no podía arreglarlo todo en Almazán.
–Es que no puedo dejar solos a mis enfermos –contestaba el buen médico a los que le aconsejaban que huyese.
Y cada día atendía su tarea, aunque a veces se le oía rezongar.
–No sé qué más nos puede pasar en esta maldita guerra.
–No tengo dinero para medicinas –se lamentaba el marido de Águeda.
–Tranquilo, Cecilio, yo tengo aquí algunas medicinas, y toma algo de dinero para que la alimentes, que la comida es la mejor medicina que la puedes dar.
Esta vez no ha podido pagar ni a la criada, ya no había dinero en la casa del médico.
–Bernardo, por favor –le abroncaba su santa, Teodora–, no puedes ser tan manirroto, ya no nos queda grano de la cosecha.
–Pronto Rusia nos inundará de trigo –argumentó Asuncita, la hija de ambos, en defensa de su padre.
–No digas eso, que te van a oír –reconvino la madre– y tendremos problemas con los fachas luego.
Los obuses caían ya sobre las casas de Almazán. Todo era destrucción y muerte. Pero sobre todo, heridos. La mayoría, con heridas que nunca cicatrizarán porque no se inventó la medicina para ellas.
–Bernardo, tienes que huir.
–No, no puedo abandonar a los heridos.
Bernardo fue detenido mientras curaba a un herido moribundo.
A la mañana siguiente fue fusilado y enterrado en una cuneta que ayer mismo era trinchera.
Su esposa, doña Teodora, pudo huir en la confusión, pero no sobrevivió más allá de unos días.
La hija, Asuncita, tuvo mejor suerte. Sobrevivió luchando hasta el final de la guerra y, caída Cataluña, murió de frío al cruzar la frontera por los Pirineos.
Nadie, ni allegados ni deudos, ha reclamado aún los restos de San Bernardo, enterrado en la cuneta.

No hay comentarios: