Amor gitano

Fonso
Hacia un buen día de primavera, no corría el aire ni calentaba mucho el sol, yo estaba sentado con mi hermano Tomás en un banco de nuestro viejo barrio, en Alicante.
Cuando estaba más tranquilo, Tomás me sobresaltó diciendo que si le acompañaba al barrio de las Mil viviendas, donde vivía el Chino, para comprar dos talegos de chocolate.
Era un barrio de mayoría gitana. No podías pasear tranquilo por las calles porque siempre te podía salir alguno con una navaja dispuesto a robarte hasta los calzoncillos.
Sonriendo, pero con mucho miedo, le contesté que sí. Sabía de antemano lo peligrosa que era aquella gente.
–Tú estate tranquilo y no abras la boca ni te apartes de mi lado, que no te pasará nada –me dijo Tomás, acariciándome la cabeza.
Para mi sorpresa, no tuvimos ninguna experiencia desagradable. Al contrario, conocimos a muy buena gente, entre ellas a una familia gitana que conocían a mi hermano y cuyo jefe nos invitó a su casa. No ofreció un vino con un poco de jamón, que aceptamos encantados.
Nos sirvió una de sus hijas, una chica muy guapa de pelo largo y negro, de unos quince años. Lo que más resaltaba, además de tener un cuerpo precioso, eran sus ojos verdes, tan bonitos. Me enamoré nada más verla.
En los días siguientes, y por cualquier motivo, volvía a casa de la gitana y nos pasábamos las horas muertas hablando y paseando por las calles, ante la envidia sobre todo de los calorros de mi edad, que no soportaban que un payo se pudiera levantar a una chica de su raza. Se llamaba Sara.
Yo sabía que nuestras relaciones no eran aceptadas por la mayoría de su gente, pero yo sentía que nuestro amor era capaz de saltar cualquier impedimento racista. Además, tenía a mi favor a su padre, que le caí muy bien desde el primer momento.
Poco a poco nos fuimos ganando a la gente. Yo procuraba hacerme el simpático con todo el mundo y no me echaba para atrás a la hora de pagar, cuando nos tomábamos algo en las tascas frecuentadas por los de su tribu.
Pero nuestro idilio duró el tiempo en que tardó en cruzarse en mi camino la silla de ruedas. Yo observaba cómo la gente volvía la mirada con disimulo al ver el esfuerzo que hacía Sara empujando la silla y me imaginaba los comentarios que se quedaban haciendo. Se lo hacía notar a ella, que me decía que no me preocupara.
Unas veces con la excusa del mal estado de las calles, dejamos de dar nuestros paseos. Otras, Sara me dejaba a solas con su padre en el trapicheo con la droga y se iba a hacer los recados, sin volver a acordarse de que estaba esperándola en la casa.
Fui yo el que rompí, del todo, nuestra relación, a pesar de que la quería con toda mi alma.
Y todavía hoy, en la estantería frente a mi cama, junto al retrato de mi madre, está el retrato de Sara, mi amor gitano

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