Sentada del 14 de octubre de 2010

ALFONSO EN URGENCIAS
Adredista 2
Alfonso Gálvez Sánchez ha visto cumplidos sus sueños de viajar a Orihuela, sólo que no ha sido en su silla eléctrica, como una vez le dijo a su tío José, ni en tren con su maleta vieja de madera, ni a caballo y con las alforjas al viento, sino con los pies por delante en un coche funerario…
Pero antes de este viaje, ¿definitivo?, Alfonso hizo varias escapadas desde la residencia, que fueron cortadas a tiempo con medidas más o menos agresivas por parte de los médicos del Servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés.
–Le llamo del Hospital Severo Ochoa. ¿Es usted familiar de Alfonso Gálvez?
–…Bueno… No… Un tío, que se interesa por él, vive en Alicante y está muy delicado… Pero… Me ha autorizado a que hable con ustedes.
–Entonces… ¡Haga el favor de presentarse en el servicio de urgencias, que tenemos que hablar con usted!
Esta llamada por parte de los médicos del hospital se fue haciendo rutinaria. Sobre todo, durante el primer semestre de este año dos mil diez. Pero el caso es que Alfonso, contra todo pronóstico, salía adelante de sus crisis una y otra y otra vez.
Una de las veces –después de explicarme una doctora que estaba muy malito: la cara hinchada, la bolsa del drenaje con poca orina y color sangre, las vías ocupadas por la botella de suero y las bolsitas de plástico con medicamentos, el cuerpo retorcido, la cabeza como un trapo, los ojos cerrados– se me ocurrió leerle, con mis labios pegados a su oído derecho, el capítulo de las uvas, sobre quién engaña a quién, de los dos tramposos más celebrados de nuestra literatura… Y os aseguro que su sonrisa llamó la atención de la misma médica que momentos antes daba muy poco por su vida, y de todas las enfermeras.


EL ATRACO
Fonso
Acababan de abrir en Caja Madrid cuando entraron dos individuos con muy mala pinta diciendo que esto era un atraco. Soy una señora capaz de hacer frente a un ratón, lo sé, pero estos doa no eran unos ratoncillos cualquiera, sino dos ratas de puerto de mar, capaces de liarse a tiros con nosotros al menor movimiento.
El más decidido saltó por encima del mostrador y empezó a rebuscar por los cajones, mientras el otro –al que le temblaba la pistola– se puso a bajar las persianas y correr las cortinas.
En esos momentos entró un señor con muleta que me preguntó por la ventanilla para cobrar la pensión. Yo le sugerí bajito que se dejara de pensiones y de hacer preguntas, y le quise hacer ver que había dos atracadores que nos estaban robando a punta de pistola.
Al tenérselo que repetir cada vez más fuerte, porque aquel señor, además de corto de vista, era duro de oídos, el atracador nervioso le dijo que se callara de una vez o le pegaba un tiro en la cabeza.
Como una mujer conserva su instinto de protección mientras viva, como se me estaba haciendo tarde para llevar al nieto a la guardería, y como aquellas no eran formas de tratar a la gente mayor, les amenacé -sacando fuerzas de donde no las había- conque o se largaban ahora mismo con lo mucho o lo poco que hubieran arramblado o me ponía a gritar como una loca.
No sé si fue por mi amenaza o porque la cosa no les había ido del todo mal o porque había otro señor con la misma pinta que el primero y que no acertaba con el picaporte para entrar –seríamos demasiados viejos juntos, sin nada que perder–, el caso fue que en un visto y no visto se montaron en un coche que les esperaba con el motor en marcha y salieron pitando con dirección a Fuenlabrada.
Al momento apareció la policía nacional, que después de intentar tranquilizar al director y al cajero, que estaban muy nerviosos, me pidieron (por parecerles la mas entera) que les contara todo lo que había pasado.
Yo les contesté que el tema era muy largo de explicar, que tenía mucha prisa, y que mejor sería que le preguntaran al señor de la garrota, que había estado a mi lado.
Por la noche, cuando vino mi hijo Demetrio del trabajo, le conté lo ocurrido y le pedí, por favor, que diera la orden para que nos cobraran los recibos de la comunidad por el banco, porque la señora Valentina, viuda del señor Gregorio y madre suya, no pensaba ir a una Caja de Ahorros durante los pocos o muchos telediarios que le quedaran de vida, amen.


PESCADOR CON SUERTE
Fonso
Juan era un hombre de edad avanzada y con el pelo canoso, al que le gustaba mucho la pesca.
Un día fue al río y tuvo la suerte de cara. Pescó seis truchas, lo justo para que su mujer, Azucena, se decidiera por fin a hacer un buen escabeche.
De vuelta a casa, venía por el camino del cementerio, se encontró con su vecina, la señora Mercedes, que lloraba como una magdalena ante la tumba de su esposo Aniceto, al que habían enterrado hacía poco.
Acercándose a la viuda, trató de consolarla, recordándola que el destino de cada uno es la muerte y que Aniceto estaba con Dios porque era un hombre muy bueno, muy honrado y muy cumplidor –y Juan repitió cumplidor un par de veces– y que por mucho que le llorara no le iba a devolver a la vida.
La señora Mercedes, muy agradecida, secándose las lágrimas con un pañuelo, y sin al parecer percatarse de que venía recalcada la palabra cumplidor, le contesto:
–Dios quiera que vivas mucho años en compañía de tu mujer y de tus hijos y que sigáis siendo tan felices como hasta ahora.
Al llegar a casa Juan estaba muy serio. Al verlo su mujer así, y ello a pesar de la buena pesca, le preguntó qué cosa era lo que le preocupaba.
A lo que Juan, levantando los ojos de la lumbre, donde su mujer ya se disponía a preparar las truchas, contestó:
–Pues nada, que acabo de tropezarme con la Mercedes y no me ha dicho nada de las treinta mil pesetas que me debía el Aniceto, por más que le he tirado de la lengua.

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