La primera comunión

Sebas
Tendría más o menos tres años, cuando mis padres decidieron llevarme a un colegio regentado por religiosas.
Al principio no me hizo mucha gracia. ¡Qué digo, mucha!: ¡ninguna! Acostumbrado a estar todo el día jugando en la calle con los niños del barrio y nuestros rudimentarios juguetes, en aquellos tiempos que sólo había un coche en el pueblo, la posibilidad de estar enclaustrado en un colegio con un montón de niños y niñas que no conocía, la verdad, ¡es que no me hacía ninguna gracia!
El primer día tuvieron que llevarme en volandas entre mi padre y mi madre, bien cogido por ambos brazos. Yo iba flotando por el aire, pataleando y llorando, con una barraquera tremenda. Y me parece recordar que algún que otro azote ya me llevé en el trayecto.
Al entrar en el colegio me quedé casi sin respiración, por el miedo que aquello me producía. Era un vestíbulo ancho, con muchas plantas y, al fondo, el gran patio con una fuente central de la que manaba un chorro de agua. En el patio había un sinfín de macetas con plantas, en el suelo y por las paredes. La verdad es que era bonito, pero bueno estaba yo, ¡como para detenerme en lindezas!
Ya no lloraba, pero crucé todo el patio arrastrando los pies, conducido por la fuerza hasta una clase.
Al entrar y verme, todos los niños y niñas de la clase se pusieron a gritar. Yo estaba tan aturdido que no sabía qué hacer. Seguro que si hubiera conocido aquello de ¡trágame, tierra! lo hubiera deseado.
Me recibieron tres monjas, sor Carmela, sor Cecilia y sor Lourdes. Sor Carmela era de estatura mediana, un poco oronda y muy afable. Sor Cecilia era delgada, tan delgada que apenas se veía. Y sor Lourdes era mayor, tenía tantas arrugas que parecía un mapa de carreteras. Al verlas con aquellos hábitos negros tuve verdadero miedo. Se acercaron a mí y empezaron a darme besitos y hacerme caricias. Me daban también tres caramelos que parecían gajos de naranja, pero yo no quería cogerlos. Ellas me los introdujeron en el bolsillo.
Acto seguido me sentaron en un pupitre, entre dos niñas. Yo estaba callado, con la cabeza y la mirada bajas, los puños entre las piernas y la espalda encorvada. No me atrevía a mirar a ninguna parte. Una vez levanté la mirada y vi a sor Lourdes con una palmeta en la mano. Me entró verdadero pánico, pensé que me iba a llevar una buena tanda de palos. La verdad es que, con el paso del tiempo, alguna sí que me llevé, por no decir bastantes.
Fue pasando el tiempo y, antes de darme cuenta, ya tenía seis años y me había convertido en un pillo travieso que se sabía todos los trucos del colegio. Nos hicimos muy amigos un chico, discapacitado físico, y yo. Entre lecturas, cuentas, cánticos, rosarios y arrestos con orejas y lengua de burro, más varias sesiones de cuarto oscuro, iban pasando los días.
Y así llegamos a los ocho años. Las monjas y nuestros padres decidieron que un grupo de niños y niñas teníamos que tomar la primera comunión, por lo que empezamos a tener una ardua labor por delante. Y andábamos bien de oraciones cada día, pero estas se intensificaron todavía más. Yo pasaba bastante del tema y algunos días, durante el recreo, escapaba a las huertas a cazar saltamontes para las ocas. Las ocas eran enormes y nos perseguían a todos por el jardín, arrancándonos los botones del uniforme. Para nosotros eran una gran diversión. Jugábamos con ellas al toro, les abríamos la puerta del gallinero y salían corriendo detrás de nosotros. A los más rezagados con sus enormes picos les picaban en el culo, poniéndoselos rojo como un tomate.
La encargada de darnos las clases de religión era sor Lourdes, con su montón de años a cuestas, su raído hábito negro y su centelleante diente de oro. Siempre amenazante, con la palmeta en la mano, y hablando a todas horas del pecado, del infierno y del demonio.
Durante medio mes estuvimos bajando todas las tardes al santuario de la Patrona local, con flores, formando procesión y cantando por las calles. Todo el mundo nos miraba y hacía todo tipo de comentarios. Nosotros más bien nos sentíamos cohibidos ante tanta mirada, pero continuábamos nuestro camino como si tal cosa, por la cuenta que nos tenía.
El día de la víspera estuvimos todo el tiempo adornando la iglesia con flores y plantas, amén de velas y otras ocurrencias. Para nosotros aquello más bien parecía como un juego.
Al mediodía, cuando regresé para comer a casa, me encontré con que mi familia ya había comido. A mí me dejaron la comida preparada encima de la mesa. Se habían olvidado el porrón de vino de los mayores. Como a los pequeños nunca nos dejaban beber vino, no me resistí a la tentación de echar un buen trago y cogí una melopea de campeonato.
Mi lamentable estado exigía tomar decisiones y decidí subirme a la buhardilla y echarme un sueño encima de un arcón. Por efectos del vino el sueño fue largo y profundo y me desperté ya bastante oscurecido.
Aquélla tarde tenía que confesarme y nadie me encontraba por ninguna parte. Tanto familiares como amigos me buscaban, pero no se me encontró. Cuando aparecí en la sala de estar, no veas cómo se pusieron conmigo, ¡Qué broncazo me pegaron! “¡Dónde te has metido!”, gritó mi madre. “¡Te vas a condenar!”, gritó mi padre. “Hace dos horas que tenías que haberte confesado”, dijeron ambos. Yo estaba cabizbajo, sin saber qué hacer ni decir. Me urgían a que fuera a la iglesia, que todavía estaba esperando el cura para confesarme.
Cuando entré en la iglesia, el cura paseaba por el pasillo central, nervioso y de mal talante. La bronca que me echó fue monumental. Y acto seguido, me cogió de una oreja y me llevó al confesionario. Allí le dije una serie de pecados, la mayoría inventados, pues tal como estaba la cosa no me atrevía a no decir nada. Me puso una penitencia bastante gorda, no sé cuántas Avemarías y Padrenuestros.
Al salir a la calle, un niño me puso la zancadilla y le pegué un par de collejas. ¡Será posible! ¡Ya he cometido otro pecado! Y fui corriendo a decírselo al cura. Entonces, por fin, las collejas me las llevé yo. Y me fui corriendo a mi casa.
Aquella noche me lavé a conciencia, pues en aquella época nadie teníamos bañera, o casi nadie, y en las casas todavía no había agua corriente, había que traerla en vasijas desde la fuente. El día anterior me habían cortado el pelo. Le dije al peluquero que me hiciera un corte bonito, pues era para la primera comunión.
Llegó el día tan esperado por todos. Menos por mí, que yo tenía una cierta prevención sin saber por qué, pero era algo inquietante. Me despertaron temprano y no pude desayunar, pues para comulgar había que ir en ayunas. Aquello me mosqueaba un poco. Desde hacía días me sentía como un autómata, dirigido por todos: ve para allá, ven para acá. Y yo, como un dócil corderito, obedeciendo sin rechistar.
Empezaron a vestirme con todo un ritual, como cuando visten a un torero, que lo había visto en el cine. Me pusieron zapatos blancos, traje y camisa blancos también, una banda azul de general cruzada sobre el pecho y, de remate, un misal con cubiertas de nácar y un rosario de plata. Me dejaron de punta en blanco, y nunca mejor dicho...
A mi casa empezaron a llegar amigos de mis padres y míos, y también mis tíos y primos. Cuando estuvimos todos juntos, salimos en comitiva hacia un grupo escolar, donde teníamos que reunirnos con los demás niños y niñas, sus padres, los maestros y demás acompañantes, para dirigirnos hacia la iglesia.
Entramos a un aula toda la comitiva, todos íbamos con nuestras mejores galas. Allí, un maestro nos recibió con la mejor de sus sonrisas y ofreció asiento a todos. A mí me tenía reservado un sitio especial, un sillón frente a los demás.
Tomé asiento, me puse cómodo, miré hacia el frente y entonces fue cuando reparé en el quid de la cuestión: me habían colocado en un sitio especial, distinto a los demás niños. Los demás niños estaban todos enfrente de mí, sentados en los pupitres del colegio, vestidos de gris, con el pelo rapado y, mucho me temo, más bien humillados por el sitio del privilegio que a mí me habían reservado.
¿Pero por qué? Yo deseaba que la tierra me tragase al sentir todas las miradas fijas en mi. Era el más inocente de la comedia, pensada y escrita por los mayores. No comprendía como yo podía estar allí, ofendiendo y humillando a aquellos niños. Y menos comprendía la importancia de llevar un traje blanco en aquellos tiempos tan difíciles.
Porque el sitio de privilegio se me había concedido por ser el único niño vestido de blanco. ¡Si lo llego a saber! Aquello me hirió en lo más hondo y me amargó el día definitivamente, pues desde muy pequeño había desarrollado un gran sentido de justicia e igualdad. Pese a mi corta edad, nunca supe sentirme superior ni inferior a nadie. No podía entender que el hecho de tener un traje blanco te hacía diferente a los demás.
Nos encaminamos en doble fila hacia la iglesia. Los niños íbamos delante y, detrás, la comitiva de padres, familiares y amigos. Por supuesto, yo iba el primero, el privilegio del blanco.
Llegamos a la iglesia y nos fueron colocando en sitios estratégicos, protocolarios. A otra niña, que también iba de blanco, y a mí, nos habían reservado lugares de privilegio. Continuaba aumentando mi malestar.
Empezó la ceremonia y procuré pensar en lo que importaba, o debía importar, en el Santo Sacramento. Yo sentía la emoción de un torero en el día de su alternativa, también lo había visto en el cine. Todo estaba engalanado y ornamentado de manera fastuosa. Y el sacerdote, vestido con su mejores galas litúrgicas y poseído de una dignidad casi papal, cada uno de sus actos lo recargaba de una solemne teatralidad.
Hubo un momento en la ceremonia que me dejó perplejo, cuando el sacerdote levanta la hostia de gran tamaño, en forma de luna llena, la parte en trocitos, se la introduce en la boca, la mastica y, para tragársela, se acompaña después de su buen trago de vino. Aquello me pareció el colmo de los colmos, pues me habían explicado que la sagrada forma no se podía tocar con las manos ni con los dientes, porque era divina. Y el sacerdote, siendo humano, ¿por qué la tocaba?
Llegaba el momento de recibir la eucaristía. Me dirigí hacia el altar, flanqueado por mis padres, mis hermanos y mis abuelos, y también escoltado por unas niñas vestidas de ángeles.
Al recibir la comunión en mi lengua sentí como una emoción especial, pues no obstante también había aprendido que la sagrada forma era el cuerpo de Cristo. Me arrodillé en el reclinatorio y me puse a pensar en el futuro de mi vida, que es la gran trampa de estos rituales.
A la salida del templo toda la gente me felicitaba y me halagaba: ¡Qué hermoso! ¡Qué guapo! ¡Parece un ángel! Me hacían regalos, en dinerillo contante y sonante, y yo repartía estampitas grabadas con angelitos en recuerdo de mi primera comunión. En mi vida me había visto en situación semejante y me encontraba bastante aturdido.
Nos dirigimos a casa y por la calle la gente seguía con los halagos y las felicitaciones. Yo me encontraba bastante cansado de todo aquello y ya iba pensando en mis tirachinas, mis peonzas y mi caja de grillos que, con el ajetreo del día, se me había olvidado ponerles comida. Aquella mañana me iba a perder el partido de fútbol, en la era, y yo era el capitán del equipo. Total, el efecto de la comunión se iba esfumando, a dios gracias.
Llegamos a casa para dar cuenta del primer banquete del día, el desayuno. Allí nos estaban esperando a todos con unos grandes tazones de chocolate y las fuentes repletas de todo tipo de bollería, que nos pusimos todos morados.
Y seguimos, al medio día, con otra copiosa comida. Yo creía que después de comer todo habría terminado y que al levantarme de la siesta volvería a ponerme el pantalón corto, las botas de piel de becerro y que marcharía con los amigos a jugar a los montes o al río.
¡Pero resultó que no! Aún tuve que volver a ponerme el traje de gala y asistir a la procesión de la tarde. Empezaba a cansarme de veras todo aquello y estaba de muy mal humor. ¿Por qué a los niños nos atormentaban con tantas zarandajas?
En la procesión, más de lo mismo. Y llegó la noche y más fiesta y más comida.
Por fin terminó todo y a una hora prudencial me fui a la cama. No pude dormirme al instante, como hacía siempre, y me puse a hacer el recuento de los acontecimientos.
No me gustaba nada todo lo que por mi mente iba pasando, sobre todo esas imágenes de la desigualdad. ¿Cambiaría mi vida tanta discriminación?
Creo que no la cambió. Al día siguiente seguí siendo el mismo de siempre, con mis travesuras y mi resistencia a las normas de los mayores, cosa que siempre me acarreó problemas.
En definitiva, que no me gustaba el mundo de los mayores y que todavía hoy en día, al cabo de mis muchos años, sigue sin gustarme.

No hay comentarios: