La guerra de las Vírgenes

Sebas
La historia que voy a contar pudo suceder en cualquier rincón de España, pues en toda España imperaba el caciquismo cerril de los señoritos y de los grandes terratenientes, explotadores de tierras y personas.
Había dos familias de señoritos, las dos grandes latidifundistas, pero enfrentados durante la República por temas políticos. En la familia de los Andujar eran republicanos y en la de los Galera eran monárquicos. Durante todo el período de la República y la Guerra Civil anduvieron duramente enfrentados. Y no sólo ellos, también sus seguidores y trabajadores, que eran la mayoría del pueblo. Sin llegar a las armas, aquello era como una guerra civil permanente en un pequeño pueblo de 3000 habitantes. Sí se llegó varias veces a las manos y a los insultos, aunque sin recorrer la sangre.
Terminó la Guerra Civil española y las dos familias se volvieron más franquistas que Franco. Pero seguían enfrentadas, por orgullo y, sobre todo, por mantener la ascendencia y el poder sobre el pueblo llano, pues era muy importante manejar a las fuerzas vivas y tener buenas relaciones con el Gobierno Civil de la provincia.
La patrona del pueblo era la Virgen del Perpetuo Socorro y toda la gente le tenía una gran devoción, veneración y fe. La imagen de la susodicha virgen había sido donada al pueblo por la familia de los Galera y ellos manejaban todos los actos litúrgicos y religiosos relacionados con la misma. Y a todos los trabajadores de sus fincas, que eran más de la mitad de los habitantes del pueblo, les obligaban a ser miembros de la hermandad de la patrona.
Pero un buen día la familia rival, tirando de no sé qué archivos y no sé qué historia, descubrió que antiguamente, sobre el siglo X, si no antes, había sido patrona del pueblo la Virgen de los Desamparados. Por lo que intentaron destituir como patrona a la Virgen del Perpetuo Socorro y poner en su lugar a la Virgen de los Desamparados.
¡Y aquí empezó la guerra de las vírgenes!
El día de la actual patrona era anterior a la fiesta de la virgen subversiva de los Andujar. Y ese día siempre había sido la gran fiesta en el pueblo, se corrían vaquillas, había verbenas, fuegos artificiales y comidas especiales. Total, una gran juerga, que tanta falta hacía a aquellos esforzados trabajadores. Los actos religiosos empezaban con una misa mayor, concelebrada por tres sacerdotes y acompañada por un coro de franciscanos. Jamás he asistido a espectáculo tan tedioso y tan aburrido y soporífero como aquello.
A la misa bajaban desde su domicilio toda la familia de los Galera, henchidos de orgullo y poderío, con talante casi monárquico, sabiéndose dueños de los pobladores y de la situación. Bajaban todos, señoritos viejos y jóvenes, ataviados con sus mejores galas, en fila y ocupando toda la calle. Detrás venía toda la servidumbre, vestida también de fiesta y portando los reclinatorios de los señoritos tapizados con los colores de su hermandad. Una vez dentro de la iglesia, se situaban en sitio preferencial, presidiendo los actos.
Después se celebraba la procesión de la Virgen, que recorría las calles de medio pueblo. Delante, siguiendo a un crucifijo y al estandarte con la imagen de la Virgen, íbamos los niños. Después, las mujeres. A continuación, la imagen de la patrona, portada a hombros por hombres incondicionales de los señoritos, en relevos. Y detrás de la imagen, los curas y, por supuesto, los varones de la casa Galera. Después, las autoridades del pueblo y, más atrás, una gran banda de música interpretando piezas sacras. Y al final de todo, iban los hombres.
Recorríamos gran parte del pueblo, hasta llegar a la casa de los Galera. Allí esperaba a la procesión la matriarca, doña Aurora, con las otras mujeres más jóvenes de la casa. Todas estaban instaladas en los balcones principales, y las mujeres de la servidumbre en los balcones de más arriba con canastos de pétalos de flores para echárselos a la Virgen y, de paso, a las santas mujeres de la casa.
Al llegar la procesión, cantando himnos desafinados en honor y gloria de la patrona, frente a la casa de los Galera, se detenía la imagen y los portadores la bajaban y subían, rindiendo honores a las señoritas. Y todo el público gritaba ¡Viva la patrona! ¡Vivan los señoritos!
Después de estas demostraciones de piedad, la procesión seguía dando vueltas por las estrechas callejuelas del pueblo hasta volver a la iglesia.
Días después llegó la fiesta de la segunda patrona, la que se estaban inventando los Andujar, que sabido es que las vírgenes se suceden en el almanaque español con una cadencia imperdonable. Y los señoritos Andujar hicieron unas fiestas y ceremonias si cabe con más boato y parafernalia.
Sólo que en esta segunda procesión hubo un grave incidente. Los de la hermandad de la Virgen de los Desamparados agredieron con todo a los de la Virgen del Perpetuo Socorro y aquello terminó como el rosario de la aurora. Todo eran golpes con los estandartes y las velas, los acólitos rodando por los suelos con las ropas rotas y los ojos morados, labios partidos y no pocas descalabraduras.
Pues después de este jaleo, los señoritos de la oposición todavía celebraron una fastuosa fiesta en los jardines de su mansión. Y a ella asistieron gente importante de otros lugares y los principales del pueblo. Allí había toda clase de manjares. Los niños acudimos a la puerta por si las criadas nos daban los dulces que sobraban, cosa que en aquellos tiempos algunos soñábamos que podría ocurrir, bien que de pascuas a ramos.
Durante aquella fiesta todavía me aguardaba otra sorpresa. Cuando estaba ayudando al cura a guardar las ropas del boato religioso, me mandó que fuera a casa de una señorita, vecina de la iglesia y de la estirpe de los ricos, con el recado de que apagara la lámpara central del templo. Aquello era el colmo de los colmos. Resulta que dicha señorita había regalado una descomunal lámpara de araña para la parroquia, pero se había reservado el derecho de apagar y encender desde su casa el artefacto. Cuando le di el recado, ella estaba sentada en un sillón de orejeras, con porte digno y augusto. Fue oírme decir: “Señorita, ha dicho don Juan que desconecte la lámpara” y se le iluminó la cara con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja. Al apagar el interruptor, fue tal su gesto de placer que me pareció que acababa de tener un orgasmo.
Al final del día me puse a calibrar un poco los diversos sucesos de semejante follón y llegué a la conclusión de que aquella gente, si tenía tanto poder sobre la Virgen y la Iglesia, también lo tendría sobre Dios. Así que, qué esperanza de amparo podía quedarnos a los pobres. Por supuesto, lo que más me gustó de todo fue la pólvora y la pelea en la procesión, la música y las bandejas de dulces con que, por fin, nos obsequiaron a los niños.
Ha ido cambiando la vida, esta España fue mejorando económicamente, pues mucha gente emigró a provincias más industrializadas o al extranjero, y los habitantes del pueblo han dejado de tener tanta dependencia de los señoritos. Por otra parte, el campo se ha ido mecanizando y ya no hace falta tanta mano de obra. Ni por supuesto, dos vírgenes patronas. La historia de estas patronas fue olvidándose y ha quedado como única patrona y verdadera la que todos habían conocido, los abuelos, nuestros padres y nosotros.
Y un buen día llegó al pueblo un sacerdote joven que, al enterarse de la historia de la lámpara, le dijo a la señorita en cuestión que, o ponía el interruptor en la iglesia o se llevaba la lámpara a su casa. Al final, la lámpara se ha quedado en la iglesia y allí se enciende y se apaga.

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