Sentada del 27 de mayo de 2010

A CIEGAS
Rosa y adredista 0
La noche era tan nublosa y tan negra que tropezabas al andar por la calle. El ruido más insignificante se alargaba muchísimo y no podías distinguir entre las pisadas de un perro o de una rata.
Nunca se había imaginado Soraya que ella fuera a arrepentirse alguna vez por salir de noche a encontrarse con sus amigos, pero ahora mismo estaba haciéndolo. No había sido una buena idea salir a dar una vuelta. Pero es que Soraya se aburre encerrada en casa, es demasiado joven todavía para amar la soledad.
Al pisar la calle y dar unos pasos había perdido todas las referencias, las aceras, las esquinas. Y las farolas, que se había ido la luz. No veía, los sonidos eran confusos y, salvo el suelo que pisaba, que era de tierra y ello significa que caminaba por el centro de la calle, o eso creía ella, salvo el suelo todo había desaparecido en la oscuridad.
Soraya quería dirigirse hacia la plaza, donde la esperarían los chicos, pero no estaba segura de haber seguido el buen camino. Un sonido muy extraño la había sobrecogido al poco de salir y el susto la alteró tanto que se desorientó, eligiendo probablemente el camino equivocado.
La calle la llevaba directamente hacia el cementerio viejo, hace años abandonado y en ruinas. Pero no podía imaginar que ya estaba entre las tumbas, entre los abrojos que crecían por los paseos.
De pronto pisó algo más blando y viscoso que la tierra del camino. No supo identificarlo y la sorpresa le produjo un escalofrío tan enorme que lo oyó silbar. Tampoco podía imaginar su tamaño, no quería imaginárselo, pues sólo se le ocurría que tendría que ser grandísimo. Por la resistencia que ofreció a sus livianas sandalias, el ente parecía de un organismo vivo. Cuando alcanzó esta conclusión entró en pánico, o sea, quedó paralizada.
Pero lo peor no había llegado aún. Sintió de pronto que algo rozaba sus piernas, sus tobillos, como una piel húmeda y fría. Su reacción fue inmediata. Quiso huir y dio un brinco a ciegas que la hizo tropezar.
Cuando creía que se había roto todos los dientes contra el suelo, sintió de pronto en su cara la misma viscosidad húmeda y fría que había rozado sus pies y la había hecho saltar.
Unas vecinas la encontraron a la mañana siguiente, desmayada aún, ente las tumbas del viejo cementerio. Una inofensiva serpiente de agua de tamaño respetable yacía muerta bajo su cabeza. Soraya, en su caída, había salvado los dientes al golpear con su boca contra la culebra, a la que había roto la columna vertebral.

DOMINGO EN EL RASTRO
Laura y adredista 1
Vivía en Estrecho y tenía ganas de conocer el Rastro. Aquel domingo por la mañana no hacía sol, pero sí buena temperatura. Bajando las escaleras del metro en mi barrio, un río de gente desconocida, que no sabes de dónde sale, me acompañaba. Los que subían por las escaleras eran pocos y llevaban menos prisas que los que bajábamos, ellos parecían tranquilos, nosotros, acelerados. Tuve que esperar en una cola interminable para sacar mi billete. La taquillera, una mujer mayor de cara estirada y finita, estaba nerviosa, sólo miraba los tiques y las monedas, pero no veía a las personas. Después de media hora y el transbordo, llego a mi destino.
Nada más salir a la calle esperaba encontrarme con gente, pero nunca con tanta como allí había. Sentí angustia y recelo, perdida y sola en medio de la multitud. Como no sabía por donde tirar, decidí dejarme llevar por la corriente.
Me topé con un tenderete donde se vendían pájaros, los miré y como no me interesaban pasé al siguiente puesto. Un señor de mediana edad con un viejo sombrero de paja en la cabeza gritaba con voz potente: “Barato, barato, vendo barato, el rey del barato, chalecos de piel de oveja”, y aunque parezca mentira, terminaba con voz más fuerte: “Y regalo de premio, al que se lleve dos piezas, media docena de calcetines de pura lana virgen”.
De repente un tumulto de gente me lleva en volandas al otro lado de la calle. Allí una mujer morena y regordeta vendía bobinas de hilo y agujas de todo tipo y tamaño. A su lado, un joven engañaba a los pardillos con tres cartas de baraja boca abajo y dobladas por la mitad, casi siempre ganaba el tirador de cartas y muy rara vez el apostante. Me dediqué a mirar la cara de asombro de la gente y me olvidé de la curiosidad por descubrir el truco. A mi lado un jovencito quería participar, pero su acompañante, un hombre mayor, probablemente su padre, se lo impedía. En un instante se organizó tal barullo que vino la policía y yo me cagué de miedo. Se me fue el bienestar, se me cortó el rollito, busqué la boca del metro y me fui a mi casa.

EL REGALO INOPORTUNO
MaryMar y adredista 7
Nieves tenía quince años. Vivía en una casa con sus padres y otros ocho hermanos. Su madre estaba a todas horas diciéndole que tenía que ayudar en casa, en la limpieza y en el cuidado a sus hermanos. Pero a ella le gustaba jugar, irse a la nieve, pasear, ir al cine con las amigas, No le gustaba trabajar en casa.
Llegó la navidad y había que escribir a los Reyes Magos. Pasó muchas horas pensando en lo que ese año les pediría. Al final se decidió por un traje de bailarina con las zapatillas a juego, y como un regalo es poco, pidió también un perfume. Les escribió la carta y esperó impaciente el momento.
Cuando al fin llegó el día, estaba muy nerviosa. Se despertó a media noche y fue directa a mirar lo que le habían traído. Se quedó muerta cuando vio lo que había al lado de sus zapatos: una escoba, una fregona, un estropajo y un delantal.
¿Qué hacer? Rápidamente lo cogió con asco y los cambió por el regalo que le habían traído a la hermana que le seguía en edad.
Sin embargo, su hermana quedó contenta, ¡quién lo iba a decir!, con el regalo de la escoba, la fregona, el estropajo y el delantal. Y reinó la felicidad con los regalos recibidos, que no siempre se consigue.

No hay comentarios: