El sabor de la venganza

Isa
Cuando hice la primera comunión con ocho años, en la Iglesia de Santa Cecilia del barrio de Santa Rosalía, aquí, en Madrid, que tiene una forma de quesito el caserío, había una niña que se llamaba Maribel y que estaba en mi misma clase de tercero de EGB. Con Maribel me llevaba muy mal. Por su culpa me pegó el director varias veces en la palma de la mano con una regla. El director se mordía la lengua para pegarme con rabia, pero yo le decía que no me estaba haciendo daño. La verdad era que me dolía bastante. Un día, cuando terminó de pegarme, cerró la puerta de la clase dando un portazo, más cabreado que yo.
Se llamaba don José y era calvo y no tenía ni un pelo de tonto. Aunque si tenía bastante mala leche. Su mujer era más buena que él. Se llamaba doña Carolina y tenían una hija rubia que se llamaba igual que ella. Carolina hija hizo la primera comunión conmigo y con Maribel. Era un poco regordeta y muy buena chica. La madre la solía peinar con un moño alto que le sentaba muy bien. Pero ella se teñía de rubio el pelo, que se le quedaba que parecía estropajo.
Don José tenía dos caras, porque igual te pegaba con la regla de madera que luego te veía y te sonreía sin venir a cuento. Su mujer era muy sencilla. En la comunión me dijo que yo era la que iba mejor vestida y la más guapa, incluso me hizo una foto. Llevaba un velo blanco con un gorro también blanco adornado arriba con rosas.
Durante la ceremonia, Maribel me daba codazos la muy estúpida. Y yo la miraba de reojo, muy enfadada y con muy mala leche. Maribel era muy guapa, pero muy antipática. Era rubia, delgada y muy creída. Cuando me pegaba, se le ponían unos morros de celos que la llegaban al suelo.
A mi madre no le gustó nada que me pegase. No le hacía ni pizca de gracia que una la niña me diese codazos delante de todos. Desde la tercera fila de bancos, donde ella estaba, veía todo lo que estaba pasando y veía cómo Maribel me trataba. Yo tenía ocho años, a punto de hacer los nueve.
Cuando terminó la ceremonia, me sentí muy aliviada por irme del lado de Maribel. Pero me tenía que vengar de ella. Estaban regando el césped y, en un descuido, le manché el vestido de barro. Ella empezó a chillar diciendo: Mamá, mamá. Y se echó a llorar. Ahora me tacaba reírme a mí. Jamás volvió a meterse conmigo.
Después de aquel día se terminaron mis problemas con Maribel. Ella ya ni me miraba. Y yo, con mi mejor risa burlona, le decía: ¡Hola, Maribel!, ¡qué limpia vistes! Me miraba de reojo y nunca mas me volvió a dirigir la palabra. Ella se lo pierde.

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