¡Guardar silencio!

Raúl (qepd 28/dic/2009)
Era Pedro Agustín, compañero de travesuras y posteriormente de juergas, quien me enseñó a bailar. Desgraciadamente para mí, y afortunadamente para él, al poco tiempo encontró trabajo como albañil, demostrando sus habilidades en el oficio, pero con tan mala suerte que durante la rehabilitación de una fachada, pisó mal un tablón y cayó al suelo.
A los pocos años, regresé al pueblo durante las fiestas de la Patrona, encontrándomelo de nuevo en su diversión fundamental, el baile, en el que a pesar de la caída, se manejaba bastante bien. Fue encontrarnos y enseguida invitarme a su txoco a comer unas migas que solía preparar en mi honor cada vez que nos veíamos. Bajé al txoco y lo encontré absolutamente reformado, con solado nuevo, falso techo y paredes nuevas, obra todo ello de Pedro Agustín, con una calidad pasmosa. No quedaba rastro de aquel antiguo horno de pan, al que aún le faltaban por atestiguar momentos más felices y otros menos. No fue el peor el de la pérdida de su nombre tradicional masandería, por otro menos musical... horno de pan. Leñera, se quedaría a medio camino entre Pamplona y Madrid.
Fue allí, al calor de las migas recién hechas, que me contó los detalles de su trabajo y los secretos de su continuada habilidad para el baile: lo primero, fruto del esfuerzo y la dedicación; lo segundo, de la cirugía del Hospital Universitario de Navarra, que según Pedro, era que le habían colocado un casco de acero para sustituir la bóveda craneal. El “Marqués de Sarries”, hermano de Pedro, y Jezabel, mi primo, los otros dos integrantes —el tercero era yo mismo— del trío “los mudos”, aparecieron con una botella de vino, para regar las migas; y con los postres y los puros. Entre los cuatro dimos buena razón de la sartén.
Acabada la comida, solicitamos a Pedro café. Respondió bajando con una cafetera llena, una botella de patxaran y otra de cognac. Se animó entonces la conversación entre nosotros, a la que se unió Pedro, abandonando su habitual silencio y dando paso a una verborrea desconocida para nosotros, como si la chapa que le habían implantado, hubiera cambiado su ánimo conversador y ya no fuera necesario sacarle las palabras con sacacorchos. A él fue que se le ocurrió que nos desplazáramos a un lugar fuera del pueblo, donde hubiera fiestas y bailes, para continuar la parranda. El más cercano nos resultó Roncal, a unos treinta kilómetros, en el valle del río que le da nombre al pueblo.
Hasta allí llegamos en el propio vehículo de Pedro. Para combatir la probable sequía, nos acercamos al bar, que resultó ser la gran nave de una antigua escuela o un pabellón multiusos, no recuerdo muy bien; pero grande como para dar espacio al baile también. Todo indicaba que se aproximaba una marejada de patxaran digna del mayor barco fluvial que alguna vez surcara el Roncal. Considerando que la primera copa nos la sirvieron en vasos de cuartillo, el lector podrá imaginar la que se nos venía encima.
Lo siguiente que puedo recordar, es a Jezabel dirigiéndose a la puerta de entrada, abrirla y salir cantando. Sin pensarlo dos veces, se abrazó a un guardia civil que venía a hacer la ronda al local. Habrá sido que al guardia no le gustó nada que Jezabel le cantara al oído “Son tus perjúmenes mujer”, o que al sargento que apareció tras el guardia –que lo más que toleraba era uno que otro tono de txistu– le pareció una mariconada el abrazo de Jezabel, que recuerdo que los uniformados empezaron a exigirle la documentación a mi primo. De inmediato, el Marqués (dejando en la pista a la prima en turno del cura) y yo acudimos en su rescate, blandiendo nuestros DNIs, y como escudo, los cuartillos de patxaran.
A la luz de la investigación, siendo que yo estaba afincado en Madrid, Jezabel en Lasarte, Guipúzcoa, y el Marqués en Sarries, Navarra, el trío de “maricones” se transformó a los ojos del perspicaz sargento en un típico comando alcoholizado de ETA y sus chulerías. Con la ríada que llevábamos, el viaje al cuartel fue ir todo en zigzag. Cuando llegamos al lugar, se apersonó el teniente, comandante de puesto de la casa cuartel. Cuando el sargento le refirió sus pesquisas, el teniente emitió una sonora carcajada y de tonto no lo bajó. Le dijo que si se aburría, ya tendría tiempo de ocuparse los siguientes días en el control ambulante de las carreteras de acceso al pueblo.
Pedro Agustín prefirió no acercarse a hacer averiguaciones. La que sí vino a socorrernos, fue la “prima novia” del cura, que no se había olvidado del Marqués y sus “mudos” acompañantes. Acudió al calabozo con un juego de sábanas para paliar un poco el aspecto insalubre de las literas. Cuando la vio llegar con el bulto aquel, el teniente, que solía jugar al mus con el Sr. Cura, le permitió el acceso al calabozo y, en un dos por tres, ella se hizo cargo de todo el asunto. Nos llevó a desayunar a su casa, o sea, la casa parroquial. Ninguna autoridad local podía presumir de tal poder de persuasión simultánea sobre los estamentos civil, clerical y castrense. Tenía su constitución el articulado por el cuál, una de cada tantas, salíamos derrotados todos en deportiva y democrática competencia.
Después del desayuno, Pedro Agustín nos recogió para ir a dormir el resacón al pueblo. A la salida de Roncal, nos encontramos con el coche de mi primo Cirilo, que nos hizo el cambio de luces. Nos dimos cuenta que con él venía mi hermana. Nos repartimos en los dos coches y nos enfilamos de regreso a Sarries. Al salir de una curva, nos encontramos a nuestro querido sargento cumpliendo su castigo, y un guardia a cada lado de la carretera, escoltándolo. Vuelta a los DNIs, y vuelta a la discusión; esta vez, con dos huesos más viejos y duros de roer: Cirilo, hermano mayor de Jezabel, y mi hermana. El sargento pronto se dio cuenta que se le eternizaría la condena en los controles de las carreteras y prefirió dejarnos ir.
Esta parranda quedó escrita en nuestra leyenda, la leyenda de “los mudos”, y cada vez que yo volvía a Sarries nos encontrábamos y ese recuerdo daba pie a otras historias. En una ocasión salimos a tortazos de Uscarrés, a cuenta de Pedro Agustín que se había hecho de palabras con un contrincante de mus.
En la siguiente, el Marqués, hermano de Pedro Agustín, me dice que Pedro se había descerrajado un tiro en la masandería. A nosotros, los del trío “los Mudos”, nos dejó helados que nuestro ídolo y maestro en la vida se hubiera marchado de ese modo. Importa poco si lo sabes o no, si lo has leído o no; alguien te ha pensado y eso nos jodía doblemente. Emerson, dijo en El poeta: “…la gran mayoría de los hombres parecen párvulos, que aún no se adueñan de sus recursos, o mudos, que no pueden dar noticia de las conversaciones que han mantenido con la naturaleza”. Porque habíamos tenido a un poeta entre nosotros sin saberlo. De los poetas y de nosotros sus adoradores, Emerson había escrito también: “El hombre joven reverencia a los hombres de genio, porque, para decirlo netamente, ellos tienen más de ese joven, o son más ese joven, que él mismo. Igual que él, ellos, los hombres de genio, reciben del alma universal, pero ellos reciben más.”
Nos quedó, para nuestra pequeña orfandad, convertirnos en los nuevos cocineros del txoco, que no tenía por qué ser el cuarto que “guardase silencio”, después de atestiguar el más triste acontecimiento de su escasamente muda existencia.

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