Autorretrato

Carmen
Aquesta dama que aquí veis, muy entrada en carnes y en arrobas, lo está por su insaciable yantar, muy en especial del chocolate y sus suculentos derivados. Bien que a su pesar, de su descomunal volumen y peso dan fe los fieles amigos, a quienes tiene en alta estima, entre los cuales es nombrada Carmençoise por mucho amar la lengua de Moliere, y a veces Soria para que no pueda olvidar el frío, la tristeza y ruindad de la remota provincia a que debe su naturaleza, sinceros amigos que a bien tienen aún de sacarla de excursión y que, arriesgando sobremanera su integridad física, con ella cargan y hasta se enfrascan en la limpieza de sus cada vez más abultadas posaderas y productivo culo. La referida dama nació de buena cuna, pues sus padres entretenían los días en el nunca bien ponderado arte de entizonar pizarras y repartir manporos para de esta guisa transmitir los antiguos y sagrados saberes de la raza –interpretados estos por el mal nombrado Movimiento Nacional, que tendía al inmovilismo– a los secuaces de san Saturio en su más tierna infancia, saberes que ella nunca tuvo a bien tropezar más allá de un simple vistazo, lo que la libró milagrosamente de los cachetes y azotainas que recibían sus coetáneos de manos de sus progenitores de ella, y que por lo mismo se evitó haber sufrido el peor trauma de la vida, que es el abuso con que son troquelados los menores. Nuestra dama, con el tiempo y no poco esfuerzo, se fue especializando en el muy estimado oficio de hacer el vago, dedicación que le dio no pocas satisfacciones, amén de la pérdida de todas sus oportunidades en la vida o lo que ella nombra como haber hecho algo bueno, o sea, no haber hecho nada. Es llegada la hora de decir que nació con sus ambas piernas mas bien torpes, pero a su vez con una muy tenaz voluntad de cambiar siempre de sitio, no hallando acomodo en parte alguna, fuera esta parte lo mismo cualquier institución consagrada al buen fin de hacer infelices a los cojos como ella, fuera un simple gimnasio o fuera el régimen. Dos lugares hubo, sin embargo, que le han enseñado todo lo que sabe. Uno fue el mar, que la educó en el difícil arte de flotar con ligereza a pesar de su oronda anatomía y al que estará por siempre agradecida. Y el otro fue la cama, el segundo instructor del que nunca huyó la dama y que la enseñó a leer infinitos cuentos y a escuchar con paciencia todo lo que tuviese a bien contarle ese tan admirado invento de Marconi llamado transistor, lo cual que, como siempre una cosa lleva a la otra y esta a su vez a la de más allá, fue el caso que nuestra señora Carmençcoise Soria se fue haciendo una muy reconocida gastatintas, una brillante borronera y una no menos reputada locutora. Todo ello, sin haber renunciado todavía a su excitante sueño, el más recurrente también, de tener algún día el golpe de fortuna que la permita, por fin, darse a la gran vida, si es que puede haber otra mejor que la suya.

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