Sentada del 15 de octubre de 2009

BARBACOA
Isabel
La polución es un hilo de humo que parece un conducto a las tajeas, a las alcantarillas. En las tajeas hay rejas de hierro. Allí las olas huelen muy mal y son de color entre blanco y gris oscuro, tiran para atrás de la peste.
La polución es un hilo fino y oscuro, tal como el humo. ¿Por dónde sale el humo? Por la chimenea, y va hacia el cielo. El cielo cada vez más huele a barbacoa.
¿Y si la polución no fuese sino una gigantesca barbacoa? Eso es, una barbacoa con sus chuletas, sus morcillas, sus sardinas, sus pinchos morunos y su panceta, y comienza la ronda y vuelta a repetir y nos hemos puesto como el kiko y la kika –llenos como un botijo fresco, que también digo yo que habrá que darle una alegría al cuerpo, que lo tenemos muy apagao.
Pero es que nos pasamos de chuletas. Pues en esto al fin se puede resumir la polución y el calentamiento global. En una isla desierta no hay polución.
La polución es muerte. Y de la muerte también hemos hecho polución, que no nos lo pensamos mucho cuando quemamos los cadáveres hartos de chuletas en la incineradora. Otra barbacoa.
Creo que, de la polución, la culpa la tenemos todas las personas. Y de que se ponga un cielo oscuro y tenebroso, y un futuro oscuro y tenebroso para todos, también tenemos nosotros la culpa.
Y por fin está la polución nocturna, que no es culpa sino placer. Si todo fuera eso no olería tan mal este planeta.


CHICA CON FUTURO
Conchi
Pas era muy delgadita cuando empezó a salir de casa. Tenía ocho años y fue por primera vez a un colegio especial, en Ayala 45. Allí iban a enseñarla a leer y escribir, según su madre, pero lo que Pas aprendió fue mucho más. Pas, Pascualita, todos la llamábamos Pas, nunca tenía miedo, pero los primeros días de colegio sentía un poco de vergüenza porque no sabía nada y los demás chicos ya sabían cosas. Sobre todo, se conocían entre ellos. Allí, a Pas la ponían a gatas, a cuatro patas, para hacer ejercicio. La fisio era ciega y no la dejaba irse muy lejos. Cuando Pas consiguió hacer las primeras letras se sintió grande. Cuando consiguió descifrar la primera palabra en la cartilla, aquello sí que fue una maravilla. Todavía lo recuerda, fue “casa”, lo ha repetido tantas veces desde entonces que se acostumbró a seguir el rastro de esas letras por todas las palabras. Se llevaba una alegría cada vez que aparecía en cualquier palabra una a con una s y con una c, como en acaso o sacarina o muecas. Era divertidísimo leer. Lo único que no le gustaba a Pas era bordar. La obligaban Ana y Pilar, pero ella prefería jugar al dominó. Ana ataba con una cincha las piernas de Pascualina en una silla colorada de plástico, para que no se fuera a jugar al dominó con los conductores, Donato y Patricio, aunque Ana decía que era para que no se le dañara la cadera. Así, atada, aprendió a bordar. Lo ha odiado siempre. En Ayala no estuvo Pas más allá de un año, pero bajo aquellos techos había aprendido mucho más que a leer y a escribir. Era la primera vez que salía de casa y había descubierto que en su cuerpo pequeño y diferente se escondía una persona que no tenía miedo a nada, una persona distinta a su madre, una persona con personalidad, o sea, se había descubierto a sí misma. Ella era y siempre iba a ser Pas, una chica diferente, como todas las chicas, una chica con futuro.



EL ATOLLADERO
Laura y adredista 1
Por aquellos días nos vimos en un atolladero casi todos los internos de la Residencia. Vivíamos un invierno duro. La nieve se veía desde la ventana. Dentro, la calefacción no funcionaba bien. No sé por donde entraría en las habitaciones el frío del parque, pero entraba y calaba en nuestros huesos. Como la mayoría de los residentes tenemos poca movilidad, sufríamos el frío intensamente. A medida que pasaban los días, iba creciendo el malestar de todos. Nadie ponía remedio a nuestra situación. Un compañero se quejaba más que ninguno, como si sólo él sufriera el temporal. Se desahogaba hablando mal de todo y de todos, parecía que las protestas le daban más calor. No recuerdo su nombre, porque la memoria me falla por la esclerosis. Sus quejas removieron en mi corazón la necesidad de ayudar, pues me dolía la actitud negativa de casi todos tanto como la tardanza en el arreglo de la calefacción. Esta sólo funcionaba en un rincón del edificio, en la planta segunda, exactamente la zona donde yo vivo. Decidí invitar al personal a mi cuarto para que se calentaran. Vinieron muchos y, luego, no veía la forma de sacarlos al frío. Más que nunca deseaba que llegara la hora de la comida para que poco a poco se fueran marchando. Y, también, para que se aliviaran con el calorcito de los alimentos que nos ponen, que, desgraciadamente, mi corazón no podía calentar a mis compañeros de residencia.

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