Espejos

Laura y adredista 1
Nunca quise sentarme en una silla de ruedas y, sin embargo, ahora mi preocupación es encontrar la que sea cómoda para mí. Prefiero las sillas grandes, aunque la gente despotrique mucho por lo que estorbamos la silla y yo. Un momento comprometido es cuando llego al ascensor, porque no todos los ascensores se portan bien conmigo y mi silla. Elijo los que no dejan escalón al abrirse. Aún así, como mi silla no tiene precisamente las ruedas pequeñas, tengo que ponerme siempre bien colocada frente a la puerta y hacer mucha fuerza. Suelo entrar despacito, pero con fuerza, para no quedarme atascada en la entrada. El residente que ya ocupa el ascensor, si es cualquier otra gente de visita el susto es todavía mayor, no puede menos de fijar sus ojos miedosos en mí. Yo me esfuerzo por no atropellar a nadie y, hasta ahora, lo he conseguido. Me gano al personal con una sonrisa al final de la maniobra. Ellos han cambiado su cara de preocupación y me sonríen también a mí. Todos contentos. Cuando salgo del ascensor caigo en la cuenta de que estos ascensores no tienen espejos. En realidad yo no los necesito, pues las caras de los que me acompañan en ellos suelen devolverme mi propia sonrisa.

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