Sentada del 30 de abril de 2009

(Con motivo de las Fiestas de Primavera del CAMF de Leganés, aniversario de su apertura e inauguración oficial, se viene convocando un concurso literario al cual los adredistas enviamos nuestras creaciones. El nivel de participación es notable y la calidad de nuestros textos, aún más notable. Por su extensión un poco excesiva, no solemos insertarlos en estas sentadas, para las cuales hacemos selección de textos más breves. Pero desde hoy hasta el día del fallo del próximo certamen, para San Isidro, vamos a publicar algunos de los más excelentes, presentados en los anteriores años, dado que son de una calidad literaria excepcional muchos de ellos. Vosotros mismos podréis juzgar) Escribiradrede

MADRID, 2050

Carmen
Corría el año 2050 y todo estaba automatizado y los políticos no paraban de inaugurar túneles subterráneos y puentes de autopistas, porque se había demostrado que, pese a las víctimas entre los trabajadores de las subcontratas y todo eso, la inversión daba mucho dinero a los dueños del dinero, y las acciones en la bolsa de sus empresas subían cada vez más.
Los coches y furgonetas iban cada vez más despacio, eso sí, pues se estorbaban unos a otros, pero todas las ciudades habían construido sus correspondientes M30, como las del antiguo 2007.
Los programas del corazón seguían en candelabro y estaban también de moda, y los descendientes de Rociíto, que ya se pronunciaba hasta con cinco íes, Rociiiiíto, hacían sus pinitos en la canción. Aunque algunos tenían que llevar diminutos audífonos y micro karaokes portátiles que les decían como tenían que entonar y afinar la voz. Incluso les hacían los coros para disimular sus desafinados, ya que no todos disfrutaban del mismo sentido del oído que su ancestro ilustre.
En las entradas del metro, se habían construido chabolas de uralita para el top manta de los muchos inmigrantes que seguían llegando, aunque casi todos terminaban trabajando en la construcción.
Pero un día, todo empezó a ir fatal. Los pilotes de los puentes comenzaron a desprender un olor extraño e intenso, así como los cimientos de los túneles, de mitad de las paredes para abajo. Todos los muros de hormigón se empezaban a cubrir de diminutos agujeros.
Los ingenieros no sabían a qué atribuir este extraño fenómeno. Los obreros avisaban cada vez con más frecuencia del peligro, incluso hubo algún brote de intoxicación a causa del extraño olor que se desprendía.
Hubo investigaciones en la Universidad Complutense. También alguna iniciativa del sector privado. Todos coincidieron en el diagnóstico, que una extraña corrosión se estaba cebando en las estructuras.
Pero como siempre que la ciencia no conoce las causas de los problemas, los estudios concluyeron que no había problema. El mundo amenazaba ruina, pero siempre hay amenazas. Sería otro castigo de dios, a lo mejor.
Y así fue como el gobierno, de forma similar a como había pasado hacía algunos decenios con la colza, atribuyó este mal de la construcción a otro bichito, a una plaga de ratas o mosquitos. Pronto habría elecciones y el mundo no se iba a derrumbar mañana, así pensaban los ministros.
Por televisión se recomendaba comprar raticidas y desinfectantes, y se aconsejaba esterilizar y perfumar las habitaciones, porque las casas y edificios también comenzaban a oler y a fallar por sus cimientos.
Las recomendaciones del gobierno no servían de nada, lógicamente, y los constructores también se estaban haciendo de oro con los arreglos. No daban abasto para hacer las reparaciones en bajos de edificios y subterráneos.
Algunos vecinos no podían financiar las costosas reformas y sus casas se hundían. Primero con timidez y luego con rudeza, frecuentes manifestaciones de ciudadanos exigían túneles y viviendas más firmes y seguras.
La contaminación del cemento iba siendo cada vez más intensa. La epidemia era imparable y, para evitar males mayores, se hizo obligatorio el uso del transporte colectivo. Sólo se permitía circular a diario algún coche oficial, siempre tan ocupados. Y los domingos, a las familias con coche oficial, para que pudiesen descansar un poco de tantas responsabilidades y prisas.
Pero debido a las aglomeraciones en los autobuses y el metro, eran cada vez más frecuentes los mareos y las vomitonas en plena calle, a causa del mal olor del cemento y del ladrillo. Eran otra incomodidad desagradable para el personal en general.
Y un día, de pronto, en la M30 de Madrid empezó a salir mucho humo. ¿Qué había ocurrido? Lo inevitable: un terrible accidente a causa de un derrumbe. Las emanaciones y la poca visibilidad provocaron una colisión múltiple de treinta vehículos de transporte público o más, y unos mil muertos. Nunca se supo con exactitud la magnitud de la tragedia.
Ésta y otras desgracias en diferentes ciudades se sucedían constantemente, creando un clima apocalíptico. La ciencia ya no podía ocultar su ignorancia.
En el Instituto de Investigaciones Científicas no daban abasto rellenando probetas y matraces. Alguien propuso retornar a los remedios naturales y se probó con mezclas de paja y arcilla, poro el remedio llegaba demasiado tarde. Los científicos deliraban e hicieron mezclas hasta con estiércol de camello y cemento para reforzar las estructuras. Alguien más propuso que con aceite de oliva y nitrato de Chile, y también se probó. Hubo así incontables propuestas, a cual más peregrinas.
Pero Omar, un becario senegalés, descendiente de un niño de las pateras cuyo padre perteneció al Sindicato Unido de Pateras del Senegal (SUPASE), tenía un hijo pequeño que cazaba mariposas. Una noche Omar tuvo la corazonada de mezclar yodo con la saliva de las falenas que tenía su hijo en un frasco. En un descuido se le derramó la mezcla en el lavabo y corrió por las tuberías, filtrándose por las averías y escapes e impregnando las paredes de la casa. Instantáneamente, el olor nauseabundo comenzó a desaparecer, y con él, los orificios en el hormigón de los cimientos del edificio.
La noticia se extendió como la pólvora por todas las ciudades y los ciudadanos comenzaron a organizar cacerías nocturnas de falenas para fabricar el remedio milagroso contra las aberraciones de la especulación y de la inversión pública. En esas cacerías les iba la vida.
Pero el milagro de verdad que salvó al mundo no fue este remedio, sin embargo. El silencio al que se vieron obligadas las personas para poder escuchar el batir de las alas de las falenas en las noches calmas y profundas, ese silencio colmaba la brisa nocturna de una armonía hacía tiempo olvidada por los humanos.
Y así fue como la gente aprendió, del silencio, de la armonía de la noche y de la magia del vuelo de una mariposa, el método de construcción más tranquilo que se conoce hasta ahora, y el más acorde con la felicidad.

Escrito en Leganés, a 27 de abril de 2007


UN MONAGUILLO AL AMPARO DE SAN PANCRACIO
Isa
Trillo era un monaguillo un poco especial, o sea, que de monaguillo tenía poco. Como cualquier oficio, el hecho de ser monaguillo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por ejemplo, te acerca mucho a dios, pero tiene el inconveniente de acercarte también al cura. Pues bien, Trillo aprendió muy pronto a sacar provecho de los inconvenientes del oficio de monaguillo y pasaba muchas horas muy cerca del cura, aplazando para tiempos más ásperos, que él calculaba que le llegarían con el reuma, las ventajas del diálogo directo con dios.
Por ejemplo, alrededor de don Benito, que así se llamaba el párroco de la aldea, siempre había mujeres, circunstancia que Trillo aprovechaba para examinar lo que ocultaban sus faldas. El cura estaba un poco cabreado porque Trillo era un sinvergüenza que no respetaba ni a la virgen durante el rosario. Tenía ocho años, pero parecía mayor por los conocimientos que atesoraba en materia de mujeres. Sabía de memoria el color y las marcas de las bragas que usaban todas y cada una de las feligresas, lo que llevó a pensar a don Benito si no tendría más vocación de corsetero que de seminarista. Pero Trillo todavía se callaba más cosas que las que decía saber.
Lo peor de todo, sin embargo, era que don Benito sospechaba que su monaguillo robaba las propinas de la limosnera de San Pancracio. Y esto ya no podía tolerarlo. Mal estaba explorar las bragas a las feligresas, pero bien sabía él que dios perdona esos pecados mientras no se cometan tropelías como el uso de anticonceptivos o desviaciones parecidas. Lo que dios no puede perdonar es el latrocinio en la iglesia, al menos esos creía don Benito. Desde luego, él no estaba dispuesto a hacerlo, el expolio a costa de sus no muy abundantes ganancias.
Como todo buen ladrón, Trillo nunca reconocerá haber vaciado la limosnera del altar de San Pancracio, un santo muy atento a las necesidades de este mundo y por la misma razón relegado en la parroquia a un rincón alejado de difícil vigilancia, jurando por todos los santos y por todas las feligresas que él no era.
-Trillo, ven aquí: la limosnera de san Pancracio está otra vez vacía.
-Y cómo no va a estarlo, señor cura, si ayer la vació usted.
-Pero hoy ha venido doña Rosa a misa, que le es muy devota.
-También estaba Leonora, que ya se lo habrá bebido todo a estas alturas de mes y necesitará de existencias.
Como la vigilancia excesiva nunca fue buena para los negocios fáciles y san Pancracio se ha puesto casi imposible, Trillo ha tenido que diversificar sus fuentes de abastecimiento y ahora le robaba al señor Pascual, el pastor, cuando estaba en el campo con las ovejas, los huevos que le ponían las gallinas.
El señor Pascual, extrañado de que no hubiera huevos en los ponederos de su corral un día sí y otro también, comenzó a preocuparse. Trillo los vendía muy caros por los caseríos de la aldea asegurando que eran huevos de las gallinas de su madre y que sólo comían grano, y las ganancias se las pulía en regaliz y gominolas, y haciendo amigos. Algún día hubo que el señor Pascual tuvo que comprarle los huevos de sus propias gallinas porque no le quedaba ni uno en la despensa.
-¿Cuántas gallinas tiene tu madre? –le preguntó el señor Pascual al monaguillo un día.
-Cinco –contestó este en su inocencia.
-Tiene las mismas que yo y le ponen tanto que todavía puede vender alguno –se asombró el pastor.
-No muchos, no crea –añadió Trillo, intentando rebajar el grado de su osadía, al comprender que había hecho brotar la sospecha.
Pero al pastor le había parecido muy raro el negocio del rapaz y fue a hablar con el cura.
-También yo sospecho de este sinvergüenza –confesó don Benito-, creo que se pule las limosnas a san Pancracio.
-Podíamos ayudarnos para pillar al granuja –propuso el pastor, que sabe mucho de poner trampas a lobos.
-Es más listo que nosotros –afirmó el cura-. Nunca he conseguido pillarle con las manos en la limosnera.
-Deje de mi cuenta la iglesia y vigile usted mi corral, que allí no esperará encontrarle.
Y a partir de este momento el pastor se escondía todas las mañanas detrás de la pila bautismal, para no perder de vista la limosnera del santo del dinero, y don Benito se ocultaba en el pajar del pastor durante las tardes, hasta la hora del rosario, para vigilar el gallinero del señor Pascual, a la espera del ladrón.
Lo que ellos no imaginaban era que a Trillo, que sabe caminar sin hacer ruido y que, como se ha dicho, estaba siempre muy cerca del cura, también le había parecido sospechosa la visita del pastor a la iglesia y que había oído su conversación, decidiendo, después de no pocas cavilaciones sobre la manera de conservar sus ingresos, cursar algunas invitaciones.
Con mucho arte escribe un billete a doña Rosa, la devota de san Pancracio, en papel de la parroquia e imitando la letra del cura, donde se la cita con el santo en el pajar del pastor una tarde cualquiera, sin especificar, que ya se ha dicho que san Pancracio es un santo muy humilde. Y mediante otro billete de parecidas propiedades cita en la pila bautismal a la maestra, una chica joven que está un poco sola porque la dejó el novio y que usa gafas negras para ocultar las ojeras que dibuja su tristeza, con un san Jorge con buenas intenciones, de ahí el lugar de la cita, que habrá de librarla del dragón de su melancolía.
Lo que ocurrió en estas citas no se cuenta en esta historia pues perdería su carácter ejemplar.
Sí hace al caso reseñar, sin embargo, que todo volvió a la normalidad para el monaguillo Trillo. Desde el día en que coincidieron detrás de la pila bautismal el pastor y la maestra y en el pajar doña Rosa y el cura, la limosnera de san Pancracio nunca estuvo mejor surtida y menos vigilada, y el gallinero del pastor parecía un regocijo digno de verse. Tanta afición le cogió Trillo a san Pancracio y a las gallinas que el santo lo tiene ya bajo su amparo y el monaguillo ha hecho más dinero y amigos que nunca a partir de aquel día.


Escrito en Leganés, a 11 de abril de 2007

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