Sentada del 6 de noviembre de 2008

EL SUEÑO DE HOY
Peva
Hoy he tenido un sueño de lo más irreal. Y digo irreal porque fue bonito. Todavía lo pienso y no me puedo creer que yo haya soñado algo tan bonito. Iba por un sendero que estaba lleno de cardos. Pensé que me había equivocado de sueño, dado que mi sueño era bonito, e hice por irme, pero no pude. Me resigné a continuar por los cardos adelante, puesto que no había más remedio. Ya se sabe que a veces los comienzos pueden despistarte. Pero no, el bosque se espesaba a cada paso, los cardos persistían y me miraban con cara de pocos amigos. Aquellos cardos parecían tener vida propia. Pude observar, entre las sombras espesas del bosque, que los cardos no me miraban con buenos ojos. Observaba sus ojos a través de los pinchos de su cuerpo y pude leer en ellos que no veían con buen ánimo a los intrusos. Observando esos ojos y todos los órganos de sus cuerpos, pues eran cardos desnudos, comprendí al fin que el bosque para nada era tan terrorífico como al principio del paseo había sospechado. Había entrado allí en paz, aunque algo despistada, en busca de un sueño bonito, y los cardos también lo percibieron así al cabo de un rato, por fin. Y comenzaron a hacerme preguntas sobre la vida fuera del bosque. Yo les hablaba de lo mal que se respira por ahí, por las calles del mundo. –¿Y qué piensa el agua de todo eso? –preguntaban muy preocupados los cardos– ¿Y qué piensa el agua? Lo único que se me ocurrió, ante su insistencia y alarma, fue ponerme a llorar. Los cardos también lloraban.



SE BUSCA
Fonso
Roberto García, que ahora tendrá 29 años, vivía dos o tres calles más arriba de donde yo vivo, pero hacía mucho que había desaparecido del barrio. Un día que estábamos la basca en el rincón de siempre lo vimos pasar en un mercedes plateado, y acompañado de tres chicas. "Mira a ese cabrón, ligando", me dije con envidia. Y me puse a repasar la cantidad de tontos con cara de pavo que conozco, pero con suerte para ligar. Roberto García no era el menos pavo, por cierto. Lo que yo no sabía aquella tarde era que, en realidad, Roberto es un jodido proxeneta que explota a las chicas que paseaba en el mercedes. López, que lo conoce bien, me lo contó. –Pues sólo falta ya que lo enchironen por chuloputas –comenté a López. Pero al día siguiente volví a verlo. Esta vez estaba con los colegas hablando de coches robados. Yo había visto su mercedes antes de verlo a él, aparcado frente al bareto. Cuando llegué hasta el grupo, me dijo al oído: –¿Quieres echar un polvo? –¿Cuanto me va a costar? –Treinta euros, por ser de la peña, pero el precio de mercado son noventa. –Paso, tío, que no tengo pasta. –¿De verdad? Pues gratis, tío, que me caes bien, ya verás como quieres repetir. Subimos en su mercedes y, después de no pocas vueltas, dio un frenazo en seco ante un portal de lujo, con mucha chulería, y me dijo –Aquí te espera la piba. –¿Vives aquí?, pregunté yo. –Aquí trabajo. Y Roberto me abrió la puerta.



VÍBORAS
Mercedes
Corrían los años noventa, estaba comenzando la década. Una de aquellas noches, a mí me operaron del apéndice en el Hospital Clínico de Madrid. Cuando terminó la operación, me sacaron del quirófano y me llevaron una unidad de recuperación. Pero al día siguiente me trasladaron a planta, a una habitación que tenía seis camas. Había allí, ocupándolas, cinco mujeres: me cuesta llamarlas así, pues a mí las mujeres me merecen mucho respeto. Tenían aspecto de persona, pero el hecho es que eran los animales más salvajes que pueda haber en el mundo entero. Todos somos animales, pero aquellas personas solamente eran eso, animales, y la habitación parecía más bien un zoológico. Más en concretamente, la jaula de las víboras, eso me pareció. Casi todas las mujeres eran viejas y muy desagradables de trato. Al verme cruzar la puerta de la habitación, me miraron como si hubiera entrado un monstruo. La más vieja era la peor, aunque a todas veía echando por la boca espumarajos de veneno cada vez que se ponían a hablar. Cuando todas se fueron dando cuenta que yo era minusválida, la más bruja les decía a sus compañeras que para qué tenía qué vivir yo, que así como soy, para lo que servía era para estorbar en este mundo, comer y un poco más. Pensaban que era tonta, pues lo hablaban todo delante de mí. Y sin cortarse ni un pelo les decían a los médicos que me pusieran una inyección para matarme. Cuando iba mi hermana a verme, le decían a mi madre que cómo podía haber criado a una hija tan fea, siendo mi hermana tan hermosa como era. En mi vida me había sentido tan mal. Cuando la más vieja de aquellas mujeres me llamaba fea, yo me decía entre mí: "Pobre, cómo se nota que no te has mirado al espejo en mucho tiempo, más fea que tú ya no puede haber nadie".

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