¡Cómo entiendo a los taurinos!



¡Cómo entiendo a los taurinos! Su necesidad de otras vidas como espectáculo, y de otras muertes, es la misma que la mía cuando leo a Chejov o a Salinger o a L.M.Panero o cuando escribo un cuento, la necesidad y la vergüenza del otro en humanos enseñados a competir contra el otro. La historia ha hecho de nosotros unos malditos peleles. La emoción que reclaman para sí los taurinos de las gradas o del coso de Las Ventas del Espíritu Santo es la misma emoción que despertara la sed y el hambre entre los que disfrutaban del espectáculo de los gladiadores despedazándose en la arena del coliseo o del espectáculo de los autos de fe en las plazas mayores de Europa o del espectáculo de los ahorcamientos en la plaza de la Cebada. No hay emoción comparable al espectáculo de la vida y la muerte de los otros, Napoleón y Hitler lo supieron leer muy pronto en los ojos de los que se embelesaban con los domadores de leones en el circo y lo propusieron a la modernidad como el gran espectáculo de la guerra que aún nos asombra. Para el hombre privado de la gestión de la propia vida, este espectáculo de la vida y la muerte de los otros es lo único que le abre el apetito de vivir, todo lo demás le invita al suicidio, aunque escoger según qué vidas y muertes para consumir le acerca o aleja un poco de los coliseos. Lo que de verdad lo libraría de la vergüenza de los taurinos y de la vergüenza de los generales sería la gestión de la propia vida como lo que es, como una suerte de estremecimiento o de milagro, como un asombro, nunca como el extraño de sí mismo al que obligan a venderse y trabajar su hipoteca y su banco, al que obligan a prostituirse.

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