Que trata de cómo Chispita encontró a su familia

Pilar
Terminaba el último partido de la selección española en el mundial de Corea y comencé a oír maullidos. No estaba muy segura de que fueran reales. Íbamos a perder otra vez en cuartos de final y no me lo podía creer. Los maullidos los oía a pesar de tener el televisor muy alto. Sentía que estaba alucinando. No sé ya qué me ponía más nerviosa, si aquellos gritos de gato o la tristeza del resultado del partido.
Faltando tres minutos, apagué el televisor y salí a la calle. Ahora oía al gato cada vez más cerca, no podía estar lejos, no podía ser una alucinación. Un sexto sentido me decía que esos gritos estaban dirigidos a mí.
Me habían regalado a mi gato Felipe hacía dos meses. Era muy chiquito, un minino atigrado, gris, muy travieso y juguetón. En este tiempo me arañó todos los muebles, las cortinas, la colcha, las puertas. Los que peor lo pasaban eran mis peluches. Tenía celos de ellos y los arañaba, pero nunca llegó a desbaratarlos y terminó haciéndolos de la familia. Dormía a mis pies. Se metía dentro de la cama, entre las sábanas, llegaba hasta mis pies y allí se acurrucaba hasta despertar al día siguiente. Y siempre lo hacía antes que yo. Entonces, se subía hasta mi pecho y me besaba en la barbilla con su lengua de pinchos y me despertaba.
Tomaba el sol en el alfeizar de mi ventana. Como era muy pequeño, yo lo subía desde mi silla de ruedas. Vivíamos solos él y yo, aunque para mí trabajaban, por horas, tres asistentes personales y alguna siempre andaba por allí, salvo en las noches, que nos las pasábamos solos Felipe y yo. A Felipe le encantaba ponerse al sol y se pasaba muchas horas en el alfeizar.
Una mañana, no había llegado aún la asistente personal y la mesa del comedor continuaba muy cerca de la ventana, todas las noches la corría yo, pues allí dejaba el teléfono y el avisador de teleasistencia para tenerlos más a mano. Hacía mucho calor y la ventana estaba abierta. Felipe había crecido en estos dos meses y por las faldas de la mesa se había subido a la ventana.
Lo vi allí dormido y, de pronto, no lo vi. Se había caído a la calle, detrás de la casa, y oía sus maullidos pidiendo auxilio. Yo continuaba acostada, no podía levantarme sola, estaba esperando a la asistente personal, que se retrasaba. Fueron los minutos más largos de mi vida.
Cuando, al cabo de diez minutos, llegó ella y le conté angustiada el accidente de Felipe, salió corriendo, pero ya no estaba el gato en la calle. Había desaparecido.
Vivía en Velilla y busqué a Felipe calle por calle. Sentía un vacío enorme, un dolor que no era físico, como una angustia que me hacía llorar. Pregunté a todo el mundo, a la gente conocida y a la desconocida, en los portales, en las tiendas, y sobre todo a los barrenderos, pues había muchos gatos abandonados que merodeaban en los cubos de la basura. Ni rastro de Felipe. Yo no comía, no dormía. Había comenzado el Mundial de Corea, me gusta el fútbol, pero ni Camacho ni Raúl me podían distraer de mi pena. Perdí once kilos durante aquellos días.
Este gato era muy importante en mi vida. Me lo había regalado una gran amiga, que me dejó un poco más sola cuando se fue a vivir a Canarias. Pero es que además Felipe se había hecho mi mejor confidente durante estos dos meses de convivencia.
El gato estaba maullando en el portal de mi vecina Rosa. No era una alucinación. Yo conocía esos maullidos. Podía ver al gato tirado en el suelo todo lo largo que era, pero dos peldaños me impedían el acceso al portal. Era Felipe, seguro. Grité a Rosa, que por suerte estaba en casa.
Salió corriendo, cogió al gato en brazos y volvimos para mi casa. En una toalla empapada de agua envolvió al gato, lo limpio, lo refrescó, lo hidrató un poco. Estaba magullado y no se tenía de pie, pero entonces abrió los ojos y pude reconocerlo. Felipe tenía los ojos más grandes y alegres del reino de los gatos, sólo él podía mirar así a pesar de no estar pasándolo muy bien ahora mismo. Esa mirada era la de mi Felipe.
Envuelto en la toalla, se refrescó un poco y algo se repuso. Estaba muy magullado, había intentado entrar en casa y se había caído de la valla repetidamente. Consiguió ponerse de pie al cabe de un rato y le dimos de comer y de beber. Comió, bebió, y quiso subirse a la cama, pero no podía. Rosa le ayudo a subir y se quedó frito durante toda la tarde, más de siete horas.
Aquella noche Felipe volvió a dormir conmigo, a mis pies, como siempre. Y volvió a despertarme con su lengua rasposa lamiendo mi barbilla. En estos día yo no había perdido la esperanza de encontrarlo, pero ahora mismo, al tenerlo otra vez sobre mi pecho, me parecía mentira.
Por la mañana lo llevé al veterinario, que lo reconoció y me confirmó que estaba magullado, pero que no tenía ningún hueso roto, y que había estado bien alimentado. Le puso un collar muy bonito, de cuadritos de colores, antiparasitario, con cascabel para que no se volviera a perder. Y una inyección con analgésico por si las magulladuras le dolían demasiado.
Volvimos a casa, lo dejé entre mis peluches, en la cama, y volví a salir a la calle, pues tenía que hacer muchos recados.
Cuando regresé, de pronto, a la puerta de casa, en la acera, veo a Felipe que está maullando y arañando mi puerta, como queriendo entrar. ¿Pero qué había pasado? ¿Cómo se había vuelto a escapar si lo dejé todo cerrado? Llamé a Rosa, pero salió Jose, su marido, pues ella no estaba en casa. Me ayudó a coger al gato y lo metimos dentro otra vez.
Entrábamos con un gato en brazos y, de pronto, veo a Felipe que continúa dormido en la cama, y bien dormido, sin duda que como consecuencia del analgésico. Yo alucinaba, se me pusieron los ojos a cuadros.
El intruso también había visto a Felipe. No perdió el tiempo. Se tiró de los brazos de Jose y salió corriendo hasta la cama. Se subió y comenzó a lamer al Felipe hasta que lo despertó.
Fue cuando me fije que el intruso no tenía el collar. Pero los dos gatos eran iguales, absolutamente iguales, salvo en los ojos. Los ojos de Felipe eran alegres y juguetones como las estrellas, pero los del intruso eran pacíficos y tranquilos como la hierba del prado. Los dos gatos tenían los ojos verdes.
Era tan suave el intruso, y parecía tan sabio y reposado, que lo llamé Chispita. Ahora me explicaba quién le había alimentado a Felipe. Había sido este gato callejero el que lo había enseñado a sobrevivir.
Perdimos el mundial pero yo iba a tener dos gatos. Chispita nos adoptó a Felipe y a mí y se quedó a vivir con nosotros para siempre.

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