MetroSur

Carmen
Me encanta la calle. El barullo de la gente y el ruido de los coches, todos los conductores histéricos, mejora mi ánimo y me despierta a este mundo.
Cruzo la calle por el paso del metro y tengo que parar mi burra eléctrica porque viene un coche a toda pastilla y me entra un canguelo de mil diablos. Por si ello no ha sido bastante, por el carril de más acá, donde yo me he detenido, otro vehículo frena en seco hasta hacer rugir sus ruedas. Un poco más y me machaca del todo allí mismo. Qué contraste, yo, que no conozco la prisa, y algunos conductores, que parece que les ha explotado el gas en casa.
Desde la escalera del metro me saluda Paco, –o Juan, no recuerdo cómo se llama– un vagabundo con pasamontañas gris, vaqueros y cazadora marrón oscura, cara picada por el acné y con aspecto de haberse chutado de todo, que hace compañía a otro cojo de mi residencia, también drogata y borrachín. Dios los cría y ellos se juntan…
–Hola, Carmen –me saluda con efusión el vagabundo.
Me paro sin muchas ganas.
–¿Otra mañana de esquinero, manirroto?
–Voy a ver si cubro gastos hoy, que la vida es muy incierta para los que pedimos en la acera. No llevo más allá de 14 euros.
–Pero, tío, con lo sano que estás tú, ¿cómo no te apuntas a algún cursillo de capacitación laboral de la CAM o por ahí?
–Qué cosas tienes. Esa idea fue la primera que tuve yo también. Pero no me pedirás tú que me rinda ante las dificultades.
–Te aconsejaría que te cuides un poco.
–Gracias. Yo, con unos euros que me saque al día tengo bastante. Y además, me queda tiempo para escribir poemas. Lo que me mata es levantarme a las seis de la mañana.
Alucino en colores. Pero quién sabe si no tendrá razón, si no habrá elegido ese mentecato el mejor camino para ser feliz. Por lo menos, hace reír a los que le escuchamos.
Me acerco hasta ParqueSur. Los carros de la compra se cruzan arriba y abajo.
–Papá, que quiero montar en el avión del tiovivo.
–Hijo, baja ya, que no tengo más suelto.
–Guaaaa, guaaa, quiero montar, tonto, quiero otra vez, que eres un pobre.
–Estos mocosos me ponen enfermo –me comenta el segurata Domingo, un amigo–. Yo le iba a consentir a mi hijo llamarme pobre.

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