Madrid, 2050

Carmen
Corría el año 2050 y todo estaba automatizado y los políticos no paraban de inaugurar túneles subterráneos y puentes de autopistas, porque se había demostrado que, pese a las víctimas entre los trabajadores de las subcontratas y todo eso, la inversión daba mucho dinero a los dueños del dinero, y las acciones en la bolsa de sus empresas subían cada vez más.
Los coches y furgonetas iban cada vez más despacio, eso sí, pues se estorbaban unos a otros, pero todas las ciudades habían construido sus correspondientes M30, como las del antiguo 2007.
Los programas del corazón seguían en candelabro y estaban también de moda, y los descendientes de Rociíto, que ya se pronunciaba hasta con cinco íes, Rociiiiíto, hacían sus pinitos en la canción. Aunque algunos tenían que llevar diminutos audífonos y micro karaokes portátiles que les decían como tenían que entonar y afinar la voz. Incluso les hacían los coros para disimular sus desafinados, ya que no todos disfrutaban del mismo sentido del oído que su ancestro ilustre.
En las entradas del metro, se habían construido chabolas de uralita para el top manta de los muchos inmigrantes que seguían llegando, aunque casi todos terminaban trabajando en la construcción.
Pero un día, todo empezó a ir fatal. Los pilotes de los puentes comenzaron a desprender un olor extraño e intenso, así como los cimientos de los túneles, de mitad de las paredes para abajo. Todos los muros de hormigón se empezaban a cubrir de diminutos agujeros.
Los ingenieros no sabían a qué atribuir este extraño fenómeno. Los obreros avisaban cada vez con más frecuencia del peligro, incluso hubo algún brote de intoxicación a causa del extraño olor que se desprendía.
Hubo investigaciones en la Universidad Complutense. También alguna iniciativa del sector privado. Todos coincidieron en el diagnóstico, que una extraña corrosión se estaba cebando en las estructuras.
Pero como siempre que la ciencia no conoce las causas de los problemas, los estudios concluyeron que no había problema. El mundo amenazaba ruina, pero siempre hay amenazas. Sería otro castigo de dios, a lo mejor.
Y así fue como el gobierno, de forma similar a como había pasado hacía algunos decenios con la colza, atribuyó este mal de la construcción a otro bichito, a una plaga de ratas o mosquitos. Pronto habría elecciones y el mundo no se iba a derrumbar mañana, así pensaban los ministros.
Por televisión se recomendaba comprar raticidas y desinfectantes, y se aconsejaba esterilizar y perfumar las habitaciones, porque las casas y edificios también comenzaban a oler y a fallar por sus cimientos.
Las recomendaciones del gobierno no servían de nada, lógicamente, y los constructores también se estaban haciendo de oro con los arreglos. No daban abasto para hacer las reparaciones en bajos de edificios y subterráneos.
Algunos vecinos no podían financiar las costosas reformas y sus casas se hundían. Primero con timidez y luego con rudeza, frecuentes manifestaciones de ciudadanos exigían túneles y viviendas más firmes y seguras.
La contaminación del cemento iba siendo cada vez más intensa. La epidemia era imparable y, para evitar males mayores, se hizo obligatorio el uso del transporte colectivo. Sólo se permitía circular a diario algún coche oficial, siempre tan ocupados. Y los domingos, a las familias con coche oficial, para que pudiesen descansar un poco de tantas responsabilidades y prisas.
Pero debido a las aglomeraciones en los autobuses y el metro, eran cada vez más frecuentes los mareos y las vomitonas en plena calle, a causa del mal olor del cemento y del ladrillo. Eran otra incomodidad desagradable para el personal en general.
Y un día, de pronto, en la M30 de Madrid empezó a salir mucho humo. ¿Qué había ocurrido? Lo inevitable: un terrible accidente a causa de un derrumbe. Las emanaciones y la poca visibilidad provocaron una colisión múltiple de treinta vehículos de transporte público o más, y unos mil muertos. Nunca se supo con exactitud la magnitud de la tragedia.
Ésta y otras desgracias en diferentes ciudades se sucedían constantemente, creando un clima apocalíptico. La ciencia ya no podía ocultar su ignorancia.
En el Instituto de Investigaciones Científicas no daban abasto rellenando probetas y matraces. Alguien propuso retornar a los remedios naturales y se probó con mezclas de paja y arcilla, poro el remedio llegaba demasiado tarde. Los científicos deliraban e hicieron mezclas hasta con estiércol de camello y cemento para reforzar las estructuras. Alguien más propuso que con aceite de oliva y nitrato de Chile, y también se probó. Hubo así incontables propuestas, a cual más peregrinas.
Pero Omar, un becario senegalés, descendiente de un niño de las pateras cuyo padre perteneció al Sindicato Unido de Pateras del Senegal (SUPASE), tenía un hijo pequeño que cazaba mariposas. Una noche Omar tuvo la corazonada de mezclar yodo con la saliva de las falenas que tenía su hijo en un frasco. En un descuido se le derramó la mezcla en el lavabo y corrió por las tuberías, filtrándose por las averías y escapes e impregnando las paredes de la casa. Instantáneamente, el olor nauseabundo comenzó a desaparecer, y con él, los orificios en el hormigón de los cimientos del edificio.
La noticia se extendió como la pólvora por todas las ciudades y los ciudadanos comenzaron a organizar cacerías nocturnas de falenas para fabricar el remedio milagroso contra las aberraciones de la especulación y de la inversión pública. En esas cacerías les iba la vida.
Pero el milagro de verdad que salvó al mundo no fue este remedio, sin embargo. El silencio al que se vieron obligadas las personas para poder escuchar el batir de las alas de las falenas en las noches calmas y profundas, ese silencio colmaba la brisa nocturna de una armonía hacía tiempo olvidada por los humanos.
Y así fue como la gente aprendió, del silencio, de la armonía de la noche y de la magia del vuelo de una mariposa, el método de construcción más tranquilo que se conoce hasta ahora, y el más acorde con la felicidad.

Escrito en Leganés, a 27 de abril de 2007

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